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Don José Solera Barco, nos quedará tu recuerdo

Corría el  año 1962  cuando siendo alumno de  las “Aulas Preparatorias”,  pasé de don Francisco Bohórquez -extraordinario y bondadoso maestro- a don José Solera Barco, que se dedicaba a niños algo  más mayores que debían de presentarse al “Examen de Ingreso” para acceder al “Bachiller Elemental” -Cuarto y Revalida-.

Y,  durante dos años asistí a las clases de don José, entablando con él un verdadero afecto  reverencial que en aquellos años los alumnos tenían con sus primeros maestros. Y, he de decir, que  tuve la suerte de tener en mi niñez maestros magníficos de verdadera vocación;  sin embargo,  don  José estaba adelantado a su tiempo  y  enseñaba con una pedagogía, en al menos,  una década por delante de las enseñanzas al uso.
Sí, efectivamente, don  José estaba adelantado a su tiempo en la dinámica y plasticidad de sus clases, a saber: él intentaba acompañar sus clases con alguna imagen o algún objeto que estuviese relacionado con sus lecciones diarias. De tal modo, que nos proyectaba películas realizadas por él mismo en sus viajes de vacaciones por la Península. Era una gozada, salíamos en fila de dos en dos -como a él le gustaba, por su carácter metódico y ordenado- y nos dirigíamos al  “Aula-Magna”, dónde como en un cine, don  José, actuando de protagonista, nos enseñaba los principales monumentos de las ciudades que visitaba. Realmente aquello me parecía fascinante, extraordinario, no tenía palabras para expresar el orgullo que sentía de ser su alumno;  sencillamente me hubiera dejado matar por   él.  Nunca golpeó a ninguno de mis compañeros, ni entraba en su método el hacerlo. Él tenía otra manera de actuar diferente. Su estilo era más sutil, y lleno de respeto hacia unos pequeños alumnos, donde en el tiempo que citamos -década de los cincuenta  y sesenta- no se les solía considerar.
Aquella coletilla famosas de «La letra con sangre entra», santo y seña de la pedagogía del momento, todavía  tardaría muchos años en ser apartada de la enseñanza, a pesar de los desvelos que Solera y otros maestros, intentaban que quedara en el olvido…
Estamos en deuda con  aquellos maestros  de “Preparatorias” que nos enseñaron los primeros conocimientos, y nos  llevaron a conseguir el primer título de la instrucción, a saber: el «Certificado de Aprobado de Ingreso en el Bachiller». Sí, indudablemente, estamos en deuda con vosotros… Después vinieron  los profesores, quizás con más conocimientos, pero sin embargo, vosotros atesoráis en vuestro haber,  el ser los  primeros que sembrasteis con vuestra palabra  la tierra incólume de nuestra inteligencia primigenia…
 Y así, con una cuenta de multiplicar, otra de dividir, unas preguntas de historia y leguaje, y un dictado con sólo tres faltas,  entrábamos en la historia….
 Y, pasado el tiempo –nunca se borra ni queda en olvido  aquellos recuerdos que se tejen, puntada a puntada, hora a hora en el corazón-, el Ayuntamiento nos publicó “Ceuta, mi niñez perdida…”, donde en el capítulo  CXIII, contamos  el gusto de Solera  por dictarnos trocitos de “Platero”, como aprendizaje para el “Examen de Ingreso. Y, desde luego, puedo deciros, que esos momentos  mágicos donde nuestro maestro recitaba la prosa poética de Juan Ramón, quedaron para siempre impregnando aquellas pequeñas almas de sus alumnos. Y ahí os dejo el relato:                                                   
 
DON  JOSÉ  Y  PLATERO
 «¡Alma mía, lirio en la sombra!-Dije. Y pensé, de pronto, en Platero, que aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado. »                      
   Por  las tardes, algunas veces, Don. José Solera, nos leía algún trocito de «Platero y yo»,  el librito que Juan Ramón Jiménez, escribió para los niños… ¡Qué emoción!  ¡Qué sensación  de paz nos embargaba de su lectura!....Eran tardes azules, azules, azules…Y recuerdo, como una impronta, por su melancolía y por su belleza varios de aquellos capítulos. Me acuerdo de la «niña chica», ella lo llamaba de manera amorosa de todas las formas que acertaba a decir: «¡Platero! ¡Platerón!,¡Platerillo!,¡Platerote!,¡Platerucho!»   Ella, como dice Juan Ramón: «Navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste: « ¡Platerillo!... Desde la casa oscura y llena de suspiros, se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh estío melancólico!» Ella navego para siempre, en su cuna alba, a los confines azules y cárdenos donde habita Dios…Él, Juan Ramón, apuntaba: «Desde el cementerio ¡como resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!...Volví por las tapias, solo, mustio, entré en la casa por la puerta del corral y huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con Platero.» Don José, cerrando el libro y con la emoción todavía en sus ojos  decía con dificultad:
  -Recojan sus cosas y salgan al pasillo….
Nosotros, en silencio, con pausa, recogíamos nuestros enseres y salíamos al pasillo, pero en nuestro interior, como una madreselva que trepa a la luz, también trepaba en nosotros un sentimiento de ternura, de compasión, de pertenencia a todos los lugares y a  todas las existencias  nacidas en este paraíso. Era un sentimiento de unión con la naturaleza, con lo inexplicable…
    Tengo unidos en la memoria a Juan Ramón y a don José, uno compone  la elegía, y el otro, con   aquella voz tan clara, «de serial», nos recitaba palabra a palabra, párrafo a párrafo, algunos de los capítulos que su sensibilidad escogía…  
 ¡Cómo se puede olvidar aquellos momentos únicos y mágicos, sentados  junto a los  pupitres y absortos en la recitación, que como un mantra oriental, iba dejándonos caer nuestro sensible maestro, en nuestras almas…!
¿Qué une a un maestro y a un discípulo? ¿Qué extraño sortilegio hace que se unan dos voluntades y queden unidas para siempre en el recuerdo? ¡Maestro y discípulo!  De una parte agradecimiento, respeto; de la otra, plenitud entrega…Si yo dijera: prisión, tú me dirías: alas; si yo pronunciara: cansancio, tú apuntarías: dedicación; si acaso en última instancia yo te anunciara: olvido, tú, con una generosa sonrisa, harías comprender mi error…Luego, me despedirías  con un beso…  
   También, recitabas:
-«Platero  es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que parece de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.»
Y yo, que nunca supe lo que significaba «azabache», no sé por qué, al instante, pensaba en mis dos zapatos de charol negro que mi madre, como un ritual religioso,  me ponía las mañanas de los  domingos. Y que a pesar de sus recomendaciones, siempre volvía con las puntas arañadas de golpear cualquier lata o cualquier piedra que me encontrase en el camino…
Todo el mundo necesita de hablar con alguien;  algunos hablan con los amigos, otros con sí mismo, los hay que incluso con Dios…Juan Ramón, eligió hablar con su alma, y para ello no eligió a un ángel  o a una hada, sino que eligió al ser más humilde donde los haya, y eligió a Platero, él sabrá por qué consumó esta humildad…
Y ya que hablamos de la humildad, habrá párrafo más humilde que éste que a continuación os leo:
-«¿Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo de plata?
…Después, hemos seguido hasta la mar blanca, yo delate, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda…
 …De vez en cuando, Platero, deja de comer, y me mira…Yo, de vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero…
  …y, al fin confiado, pisando seco y duro  en los ladrillos, se entra conmigo por la casa...»  
 “¡Qué en el camino definitivo, te acompañen las humildes margaritas, como si fueran nuestros  propios pensamientos, que aún perduran en tu recuerdo!¡¡¡Maestro…!!!”

NOTA:
Agradecemos al Archivo General de Ceuta(AGCE), sus magníficas fotografías, y a Vicente Jiménez  Cubells, su encomiable labor investigadora acerca de estas imágenes de nuestro recordado profesor.

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