Hoy -querido amigo Alfonso- me voy a permitir reunir algunas de las reflexiones que, en momentos diferentes de nuestra dilatada amistad, hemos intercambiado sin proponernos hacer un discurso filosófico sobre la vida humana. Recuerdo, por ejemplo, cómo refiriéndonos al vertiginoso correr del tiempo, mostrábamos nuestro convencimiento de que cuanto más vivimos, mayor capacidad poseemos para vivir. Tú sabes que aquella afirmación no era, como otros pensaban, una piadosa invitación para que cerráramos los ojos a la realidad y para que, ingenuamente, nos creyéramos que éramos inmortales sino, simplemente, una llamada amable para que adquiriéramos consciencia de que todos los episodios que empiezan se acaban y de que todas las realidades humanas tienen unos insoslayables límites.
En otra ocasión -¿recuerdas?- conversamos sobre las lecciones que nos dictan las pérdidas y que nos sirven para valorar adecuadamente nuestros objetos más útiles y, sobre todo, para apreciar la importancia de algunas personas en nuestras vidas. Y es que, efectivamente, el conocimiento de los confines de los objetos y la percepción de los finales de las acciones les proporcionan unos atractivos singulares y a nosotros nos estimulan para que aprovechemos sus valores y para que disfrutemos de esos instantes de bienestar que, aunque efímeros, nos permiten volver a saborearlos.
Hemos comentado más de una vez la fruición que nos producen aquellos momentos que, previamente, sabemos que son cortos. Sí; las despedidas y las separaciones aumentan las perspectivas y, paradójicamente, mejoran nuestra visión de las cosas. Es lamentable que no comprendamos plenamente la importancia de un ser querido hasta que -siempre demasiado tarde- calibramos las enormes dimensiones del irrellenable hueco que nos ha dejado. Medimos mejor el tiempo cuando notamos que se aproxima el final de un trayecto. ¿Recuerdas con qué intensidad vivimos, por ejemplo, los últimos minutos de nuestras últimas conversaciones? A medida en que comprobamos que se acortaba el camino, lo ensanchábamos y, cuando advertíamos que sólo nos quedaba una copa, la paladeábamos con mayor fruición. Por el contrario, hay que ver cómo desperdiciábamos el tiempo cuando creíamos que íbamos a ser eternos, cuando ignorábamos la existencia de ese vasto océano en el que irremisiblemente desembocaremos. Por eso, más que en acumular, hemos de esforzarnos en administrar adecuadamente nuestros ratos juntos por muy exiguos que nos parezcan. Hemos de desarrollar la difícil habilidad de extraer todo el jugo a los episodios por muy insignificantes que, a primera vista, aparenten ser. Si sabemos que pronto se esfumarán, una palabra amable, una sonrisa complaciente, un día de sol o una conversación distendida nos parecerán regalos inmerecidos. La marcha imparable de la edad, la amenaza de una enfermedad o la proximidad siempre inmediata de la muerte nos invitan a deleitarnos con una simple bocanada de aire puro, con la lectura reposada de un libro interesante o con la escucha relajada de una melodía.
El paso imparable del tiempo nos enseña a leer la vida con nuevos ojos y a comprobar cómo, simplemente, respirar con libertad puede proporcionarnos un placer intenso. Lo malo es que, sin apenas advertirlo, despilfarramos el enorme caudal y dejamos que se fugue el misterioso regalo que nos aportan las heterogéneas experiencias cotidianas y los múltiples quehaceres habituales. En nuestra sociedad agitada y bulliciosa, el tiempo excesivamente repleto de ruidos y la vida demasiado vacía de melodías se han convertido en herramientas de uso y de lucro, y, además, en amenazas aniquiladoras. Expropiados de la vida, es decir, del tiempo, de los días y de los ocios, el uso previsible de un tiempo languidecido entre horas muertas nos puede ahogar en un vacío. Cuando, por haber sufrido la pérdida de un ser querido, advertimos que también nuestra muerte se aproxima, en vez de dejarnos arrastrar por el temor o por la tristeza ante el final, podríamos animarnos mutuamente para palpar y para exprimir con detenimiento cada uno de los insondables instantes que nos restan por vivir.
Lo bueno que tiene todo esto es que, gracias a estas experiencias, estamos aprendiendo mucho de la vida
Estoy de acuerdo en que los dolores y los fracasos estimulan nuestro crecimiento. Los éxitos, como afirma Cioran, llevan al hombre a un estado artificial en el que la vida es considerada como un plácido vaivén, sin obstáculos ni renuncias" sin duda alguna, saldremos más fuertes y más crecidos. Gracias por la aportación.