Opinión

Diplomacia de subsistencia ante la OTAN: Ceuta y Melilla

Prosigo sin hacer el acostumbrado balance, al menos anual, sobre nuestros contenciosos y diferendos diplomáticos, ahora el correspondiente a este 2022. Deliberadamente, a la espera de que mejore la hipostenia de Moncloa, Santa Cruz et alii en tamaño tema, clásico, recurrente e irresuelto, que no irresoluble, donde los sucesivos gobiernos, con lo matices que se quieran pero con un denominador rayano en lo común, se han visto constreñidos, a lo largo de media centuria, a aplicar una estrategia insuficiente en el obligado eufemismo, a jugar con las negras, a la defensiva, en tan proceloso tablero, dejando caer los contenciosos hasta extremos de difícil reconducción. Confiemos, pues, qué remedio, en que el crónico déficit en tan hipersensible como incontornable asunto se atenúe en alguna manera como la crisis general de valores que hipoteca la hispánica harmonía, hasta con h como se puede y he escrito en alguna ocasión.

Hace tiempo que he acuñado la máxima diplomática, al parecer némine discrepante, de que hasta que España no resuelva o al menos encauce debidamente su en verdad harto complicado expediente de política exterior en litigios territoriales, no ocupará el puesto que corresponde en el concierto de las naciones a la que fue primera potencia planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes. Pero aunque no elabore todavía el balance del 2022, la acuciante actualidad obliga a unas consideraciones puntuales con directa atingencia a una de nuestras controversias diplomáticas, a la más delicada, a Ceuta y Melilla y naturalmente a los peñones e islas con la adenda de las aguas jurisdiccionales. Mi clásico Estudio diplomático sobre Ceuta y Melilla se publicó en 1989, hace pues más de tres décadas y se recogen, reiteradas mil veces después en libros, algunos asimismo de referencia, y conferencias, ergo bien conocidas, una veintena de opciones de futuro, mejor que soluciones, que pivotan sobre el factor determinante en cualquier derecho internacional que se proclame moderno: la voluntad de sus habitantes.

“Pero aunque no elabore todavía el balance del 2022, la acuciante actualidad obliga a unas consideraciones puntuales con directa atingencia a una de nuestras controversias diplomáticas, a la más delicada, a Ceuta y Melilla y naturalmente a los peñones e islas con la adenda de las aguas jurisdiccionales”

Meses atrás escribí y conferencié sobre la inaplazable necesidad de desbloquear dos cuestiones vinculantes previas, que se hallan relacionadas. La primera y más urgente, superar el estado en o bajo mínimos de nuestras relaciones con el vecino del sur, las más históricas, especiales, ricas y complejas en la polícroma diversidad de nuestras vecindades. Y ante la manifiesta incapacidad de nuestros negociadores para salir del impasse, con la situación en deterioro galopante, yo, y otros claro, sugerimos la instancia de la diplomacia regia, instrumento excepcional y subsidiario antes que complementario de la acción del gobierno, utilizada en crisis puntuales y a veces con carácter secreto por Don Juan y Juan Carlos I, y ahora se cuenta con Felipe VI, menos familiarizado con la crecientemente urgida contraparte que sus antecesores pero más preparado, para una dialéctica calificada desde Rabat “antes que cómoda, pragmática”.

Y suficiente para que se sienten las partes, límite para la intervención de las coronas, al menos de la nuestra. Cualquier otra aproximación ha de desestimarse como escasamente profesional, concepto que debería de jugar más en materia de contenciosos. Y así se ha terminado haciendo pero con nuestro presidente y sus acólitos mayores y menores innovando gratuita y erróneamente en la técnica tradicional, transformando lo que en principio se entiende como diplomacia reservada, en caja de resonancias ante el cuerpo diplomático. No parece ser éste el iter indicado para que el ministro de Exteriores marroquí principie por estrechar la mano a su homólogo español (ya va para casi un año de la abrupta salida de la embajadora alauita, que (casi) todo hay que decirlo, estuvo en un tris de dar un portazo, lejos de la proverbial soft diplomacy árabe, cuya madre, Carmen, granadina, viuda del médico de Hassan II, era una habitual de nuestra embajada en Rabat).

La segunda cuestión vinculante previa es que Sánchez y Biden compartan unos momentos en el estilo usual presidencial. Aquí, nuestro gobierno, tras encajar un inocultable touché por lo estrambótico y para colmo inoperante del “approach” sanchista, parece haber hecho mutis por el foro, a la espera de más despejados horizontes.

Y ahí está, como neotérica variable, la técnica de la coyuntura, su aprovechamiento. Porque pronto, el 29 y el 30 de junio, coincidiendo con el 40 aniversario de la entrada española en la OTAN, se celebrará en Madrid, por segunda vez tras la de 1977, la cumbre de la Organización Atlántica, en la que se debatirá el nuevo concepto estratégico y la iniciativa 2030. Si en la eventual reunión bilateral Madrid/Rabat ya he insistido en que la parte española, dadas la profundidad de las cuestiones a negociar y la bien probada habilidad de los marroquíes, tendrá que realizar un ejercicio de muy alta diplomacia, compatibilizándolo con la firmeza en los principios, en la cumbre atlántica, amén de que Sánchez y Biden hablen como corresponde, España tiene que desarrollar una diplomacia de subsistencia, directa, sin matices, poniendo sobre la mesa de manera taxativa la cobertura de Ceuta y Melilla y todavía más porque el actual nivel top de la alianza Washington/Rabat, podría minorar el carácter solidario de las intervenciones fuera de zona.

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