Opinión

Dignidad

Es nuestro deber. Lo he escrito y defendido en demasiadas ocasiones pero no me canso de volver a hacerlo. Es nuestra obligación hacer algo por esas personas cuyos cadáveres llegan a nuestras costas, sin documentos, sin una identidad reconocida. Hay que trabajar lo máximo por disponer de infraestructuras para ralentizar los entierros el tiempo que sea necesario, dando la posibilidad a posibles parientes para la identificación. No hay mayor gesto de solidaridad para una familia que ha perdido a sus seres queridos que recibir la información, aunque sea la peor de todas, de cuál fue su destino. Y conseguir eso no es lo habitual. Tener en cuenta a esas madres que lloran a sus hijos no es lo común. Devolver la dignidad a quienes perdieron todo en esos tránsitos no suele conseguirse. Tenemos un Estrecho en el que ha muerto demasiada gente, es la ruta de la temeridad, la ruta de la tragedia, de las injusticias. Allí se han roto familias, han perecido niños recién nacidos, se han ahogado madres que esperaban parir en libertad. Hay tanto dolor, tanta muerte, tanto olvido que al menos, los que estamos en este lado, los que no tenemos que arriesgar nuestras vidas simplemente por quererlas vivir mejor, podemos hacer algo para que las historias de los ‘sin nombre’ no se cierren así. ¿Saben cuántas personas hay enterradas en Santa Catalina o en Sidi Embarek con un número?, ¿saben cuántos figuran en el registro civil de Ceuta con la mera reseña de ‘varón/mujer, sin identificar’? Son muchos, demasiados. Son personas que terminaron donde debían y de los que nada se supo. Conseguir que haya unas infraestructuras donde puedan ser mantenidos los cuerpos un tiempo determinado debería ser algo no negociable, porque constituye una obligación de una ciudad frontera que ha sido testigo de mucho dolor. Nadie debería estar pidiendo esto porque en la frontera sur de Europa no tendrían que caber este tipo de reclamaciones. Pero incongruentemente no tenemos instalaciones ni tan siquiera dignas para los muertos de Ceuta, ni neveras suficientes para garantizar el propio cupo que genera la ciudad como para exigir que haya otras con las que podamos ser responsables moralmente de lo que tenemos. Quizá llegue un momento en el que las conciencias cambien y alguien piense que esto es importante. Si yo hubiera nacido en la otra línea de la frontera y mi hijo hubiera marchado para nunca regresar me gustaría llorarle a sabiendas, con certeza, de qué pasó y dónde está. Esperar, no saber, es una angustia demasiado pesada.

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