Estamos perdiendo identidad a tajazos de modernidad y pollerías. Mi madre comía pajaritos fritos con más fruición que la he visto hacer ninguna otra cosa en la vida. Ahora es titular de prensa que los sirven en un bar de Sevilla como panacea de no sé en verdad qué.
Mi madre se aficionó a los escuálidos pajaritos conviviendo con mi abuelo Jorge, cazador entusiasta que donde ponía el ojo ponía la bala, para desgracia de los incautos alados. Contaba que, en esa misma cocina de leña donde me pusieron mi nombre aun durmiendo yo en el útero de mi madre, mi abuelo llegó con un espurgabuey. Sin pedir consentimiento- que para eso era el páter familia- lo echó al impoluto caldo del puchero que quedó transmutado en un mágico marrón instantáneo, vamos a suponer que originado por los insectos que el pájaro había ingerido como dieta específica. Proteínas debía tener a punta pala, pero mi madre juraría por años que ella no lo probó, y que ni siquiera quiso desplumarlo del asco que le dio el pobre infeliz. Sí contaba que mi abuelo lo degustó junto con un vaso de vinillo tinto entre rechupeteos y bocados, lleno de satisfacción.
Los pajaritos de entonces, no sé los de ahora, eran patéticas criaturas con cabeza diminuta - por lo visto los sevillanos andan guillotinados- patas flacas y ojos desvalidos. A mí me provocaban un sentimiento entre el miedo y la pena, igual que las codornices abiertas por el pecho a las que se pasó mi madre cuando mi abuelo falleció y no había manera de encontrar a los pajaritos en la plaza de abastos de Cádiz. Ahora que hablamos de digitalidades porque las tenemos en el orden del día a día, que no creemos más que en el dinero, que vivimos para consumir y que no sabemos lo que es un abrazo de verdad, un amigo sincero o que alguien te quiera más que a su vida, los pajaritos se sirven en tapas en un bar Sevillano para regocijo de propios y estupor de extraños que gustan más de comidas asiáticas que a saber qué escoden tras las bajeras de sus sopas. Son los coreanos-ya lo saben- entusiastas de comer cuanto trepa, salta, repta, se zambulle o corre, más o menos al modo de mi abuelo con escopeta al ristre. Nunca me ha gustado la carne de caza, eso lo tengo claro. Tampoco soy muy devota de la carne en sí, en cambio tengo que mentirle a la Dra Moreno cuando en las analíticas me sale el úrico levantado porque pescados -y sobre todo mariscos- me hacen el mismo tilín que a mi madre los pajaritos fritos o a mi abuelo el espurgabuey.
Podrá cambiar mucho el mundo y quizás vayamos a otros planetas a dar más morcilla que en éste o nos invadirán alienígenas haciéndonos quizás entonar un alegato unísono de humanidad global, pero lo que somos no se puede negar por muchas digitalidades, ni pollerías nos asistan. Somos carne de nuestra carne, genética envasada con caducidad elevada al cubo y producto de singularidades y estrategias aleatorias de nuestro ADN.
La vida nos sorprende tanto que tenemos que estar muy malitos para que queramos irnos de ella y aunque sea verdad que hay veces que odiamos al prójimo como a nosotros mismos, que los iguales nos asquean, los desiguales nos hacen nacer un sentimiento entre pavor y empatía y todo nos importa un haba, también hay veces excepcionales en las que tenemos un arrebato místico y nos creemos elegidos para la gloria solo porque ese primer espermatozoide que llegó hasta el óvulo nos atontada y mal aconseja, idiota él que no sabía dónde se metía , ni qué consecuencias acarrearía. Entonces, escribimos parrafadas cuando deberíamos estarnos quietos.
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