Tras comentar el último artículo sobre la imprescindible necesidad de aprender a escuchar para establecer una buena comunicación, Agustín nos propone que conversemos sobre el difícil e importante arte de la “conversación”. Nos recuerda que aprendemos a hablar de manera natural en nuestros hogares. Después -nos dice-, en los diferentes niveles de la enseñanza, mejoramos la pronunciación y la gramática, enriquecemos el vocabulario y la escritura. Pero, sin embargo, “no le damos importancia ni dedicamos tiempo a aprender a conversar”. Aunque al principio nos sorprende su propuesta, pronto coincidimos en que conocemos a personas que hablan en público de manera brillante y escriben apasionantes novelas, pero son unos aburridísimos conversadores.
En mi opinión, una de las razones de esta “incompetencia” para conversar reside en la dificultad que tienen algunos profesionales -profesores, médicos, políticos, sacerdotes o abogados-, para escuchar atentamente a los demás. No han aprendido que la conversación es un encuentro en el que damos y recibimos, escuchamos y hablamos. Para que sea una verdadera conversación es imprescindible que intercambiemos experiencias en un plano de igualdad y situados todos en el mismo nivel. Es imposible conversar con quien está encaramado encima de una tarima, de una cátedra o de un púlpito. Antonio nos explica que conversar no consiste, como algunos afirman, en emitir y en recibir informaciones, sino en intercambiar experiencias sobre diferentes maneras de percibir y de vivir unos hechos compartidos. Es ahí donde reside la importancia de la conversación como senda para conocernos a nosotros mismos y como ocasión para contrastar nuestra visión de la realidad con las personas próximas, en un clima de cordialidad.
Para conversar necesitamos, efectivamente, activar todos los sentidos porque, para comprender el significado de las palabras de nuestros interlocutores necesitamos no sólo escucharlos sino también ver los movimientos de sus brazos y de sus manos y, sobre todo, advertir las expresiones de sus caras, de sus ojos y de sus labios. Me atrevo a decir algo más: es imprescindible “escuchar” pero también, en cierta medida, ver, oír, oler, gustar y tocar porque nuestras palabras no cumplen plenamente su función hasta que logramos captar las resonancias que han producido en la persona con las que conversamos. Por eso los especialistas coinciden en que, en los mensajes por teléfono, WhatsApp o chats, perdemos una elevada cantidad de matices que son necesarios para establecer una verdadera conversación.
Totalmente de acuerdo en todo lo expresado en tu análisis José Antonio. Desde mi punto de vista me gustaría añadir, que, una de las razones o de los impedimentos que inciden en nuestra incapacidad de escuchar, (aunque sea una obviedad) puede venir provocada por ese desagradable fenómeno de la bulla o la prisa que a veces manifestamos, por ir a no se donde o por tener que hacer tal o cual cosa. Algo que suele darse con mayor asiduidad en personas jóvenes como seguramente algunos hemos comprobado cuando intentamos mantener una conversación con ellos más allá de unos minutos, su lenguaje corporal y no verbal, ya comienza a cambiar para ir diciéndonos subliminalmente: termina ya que te estás enrollando. El sentido de la pausa se va perdiendo, porque todo está orientado a realizarse rápido, desde los desplazamientos, las interacciones sociales, la comida y las actividades lúdicas y culturales. Todo esto entremezclado con interacciones telemáticas y cibernéticas que, solo generan una socialización sintética y artificiosa de la realidad.
Gracias por tan estupendo análisis.
Gracias -querido amigo y compañero Fernando- por tu oportuno y acertado comentario. Hace tiempo que echamos de menos tus acertadas e imprescindibles lecturas de nuestros textos. Un abrazo. José Antonio