Categorías: Opinión

Diego Salado, personaje de la historia ceutí

Según relatan los historiadores y resulta de documentos de la época, corría la primera mitad del siglo XVII cuando se acercó a las murallas de Ceuta un musulmán llamado Zequi, pidiendo ser admitido en la ciudad, pues deseaba convertirse al cristianismo. Se le abrieron las puertas, pese a que, por aquel entonces, estaba totalmente prohibida la estancia aquí de “gentes del Reino de Fez y otros lugares”, hasta el punto de preverse no solamente un severo castigo, sino, desde un punto de vista religioso, incluso la excomunión para “el Capitán de la Plaza” que lo permitiera.
El Zequi abrazó la religión de Cristo, siendo su padrino de bautismo el entonces Gobernador. Tomó el nombre de Diego Salado, y dados sus conocimientos del terreno vecino y del idioma allí hablado, llegó a ser nombrado Almocadén del Campo, es decir, jefe de los escuchas y de los atalayas dedicados a vigilar los movimientos o preparativos que se pudieran estar realizando más allá de nuestros límites. Diego Salado contrajo matrimonio con la ceutí María de Padilla, de cuya unión nacieron varios hijos, siendo acogido y reconocido por los demás habitantes de la ciudad como  uno más de entre ellos. Durante su vida se produjo la rebelión de Portugal, así como el histórico pronunciamiento de los ceutíes en el sentido de seguir reconociendo como su Rey al monarca español.
En cierta ocasión, hubo un pequeño desembarco en el entorno de la playa de la Peña. Tras matar al centinela, los invasores entraron en la Capilla de la Vera Cruz, emplazada por aquel entorno, cogiendo la imagen del Cristo y llevándosela a su tierra, donde fue profanada y dedicada a servir de peso para el pescado. Entonces, Diego Salado urdió una hábil estratagema para conseguir la devolución de tan venerada imagen, para lo cual desenterró varios huesos de una vieja y anónima tumba, y desplazándose sigilosamente hasta las inmediaciones del Serrallo, en un paraje donde se decía que estaba enterrado cierto santón, excavó y dejó dichos huesos, para hacer creer que se habían llevado la calavera y los demás restos del dicho santón. La argucia tuvo éxito, pues se negoció con el Bajá de Tetuán el canje de tales restos por la imagen del Cristo de la Vera Cruz, la cual fue devuelta a los ceutíes, que se limitaron a entregar la calavera y los huesos restantes del anónimo esqueleto desenterrado de la antigua sepultura.
En el cumplimiento de su cargo como Almocadén, y en fechas cercanas al año 1650, Diego Salado penetró una vez más en lo que entonces se conocía como “la Berbería”, siendo sorprendido y apresado. Allí murió, tras ser sometido a tortura.
Es muy posible que estemos hablando de alguien prácticamente desconocido que, habiendo profesado otra religión en sus orígenes, entregó su vida en el supremo sacrificio por el que los cristianos reciben la gloria de lo que se conoce como la “palma del martirio”.

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