Una vez pasados 26 años, que son más de la mitad de los que tengo, siguen faltando horas para poder recordar el frío que caló hasta los huesos en una primaveral tarde de abril en la isla canaria de Las Palmas.
Fue aquel 6 de abril cuando murió la edad de mi inocencia para alejarme una y mil veces de aquel paquete que vuelve cada año buscando los segundos para encontrar cómo afrontar el dolor. Y es que el corazón nunca ha podido olvidar dónde se quedaron los latidos que se reflejaban en la muerte.
Aquellas heridas descosidas por las agujas del reloj me dejaron sola entre el espacio que había entre el piano que mi hermana nunca más tocó y la pared.
El compás del metrónomo sobre el piano no sonaba aquella tarde, aunque yo sí lo oía en mi mente. Las teclas blancas y negras se quedaron esperando la repetición una y otra vez de la partitura que tocaba estudiar.
En ese rincón de donde solo el abrazo de mi padre pudo rescatarme, entendí por qué desde hacía años el ya no sonreía, por qué su mirada más de una vez estaba quieta y que hasta a veces le faltaba el aire para respirar.
Con el paso de los años supe que con la amenaza viajamos a las afortunadas con la esperanza de vivir sin balas en la espalda, pero de ella volvimos con el paquete innegociable de ETA que buscaba un precio a pagar que era demasiado elevado, la vida. 1992 fue un año extraño, y hoy, cuando está comprobado que el pasado, aquel presente movido por hilos que destrozaban vidas, no se puede empaquetar y sigue sin haber una receta contra el olvido, aquel 6 de abril de 1992 llega a 1.000 minutos por hora, de otras formas y con otras dimensiones.
Hoy, un año más, es ese día en que miro a mi alrededor, intento seguir con mi vida normal pretendiendo que ese trauma emocional a manos de ETA me deje estar libre a ratos, a párpados… pero hoy, sólo me deja a pedazos, los pedazos de aquellos latidos que temían por la vida.
Ahora que el Terrorismo Internacional nos acecha a todos, que aparece en los medios de comunicación que se está gestando un nueva “Terra Lliure” en Cataluña, años en los que el Ministerio del Interior hace un video recordando a Alberto y Ascen, asesinados por ETA en Sevilla, en los que salen a la luz reportajes de la lucha antiterrorista de los años de plomo como el ejemplo de aquel guardia civil que brindaba cada vez que ETA mataba a un compañero porque era un infiltrado y se tragaba las lágrimas con cada sorbo, cuando se han hecho también 30 años sin las gemelas del cuartel de Zaragoza, que son los ángeles destrozados por ETA, cuando el recuerdo cada 10 de julio del secuestro de Miguel Ángel Blanco y su posterior asesinato sigue en pie… mi reconocimiento una vez más, y todas las que lo haga son pocas, a las Victimas del Terrorismo, a sus familiares, a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a la cooperación internacional y a la Justicia.
Y a mi padre, ese abrazo con los ojos cerrados y el corazón desabrochado que él me dio cuando yo me encontraba sin salida en una esquina, entre el pequeño espacio que se encontraba entre el piano y la pared, cuando llegó a casa después de explotar aquel paquete bomba de largo viaje.