Pablo Larraín, reputado cineasta que se hace cargo de esta espinosa empresa, nos aclara en la presentación de la misma que no se trata de un biopic o de un retrato robot de la más famosa Primera Dama de los Estados Unidos (título honorífico que allí tiene en todos los aspectos y claramente mayor relevancia que en cualquier otro sitio del mundo). Tampoco se trata de desmitificar a Jacqueline Kennedy (aunque, con o sin la intención, un poco sí que lo hace), personaje intocable e impecable para sus compatriotas, ni de recrear la muerte de JFK con toda la parafernalia, que para eso está Oliver Stone. Jackie es una notable visión sin contaminar de lo que pudo ser el escenario de los días después del asesinato del presidente desde la óptica de su tan excepcional como humanizada esposa. Y es precisamente ese toque “sin contaminar” el que no ha caído bien a los estadounidenses, el hecho de que venga un chileno a contarles que quizá su superhéroe no era perfecto ni tampoco su adorada cónyuge. Y es esto a buen seguro, por mucho que se niegue, lo que ha limitado las posibilidades de esta cinta en la gala de los Oscar plantando cara a tanta luz y color que este año envuelve a La La Land (la pesadilla americana frente al sueño americano). Porque Larraín es un consumado especialista de enseñar la realidad más turbia e incómoda y, siendo cierto que esta cinta se aleja algo de su rumbo más personal, nadie en su sano juicio podría esperar que esta película fuera convencional. Con todo, la película ha sido con justicia nominada a tres premios de la Academia (Mejor Actriz Protagonista, Mejor Vestuario y Mejor Banda Sonora).
La acción, el protagonismo, la película, todo, orbita alrededor de la inconmensurable figura de Natalie Portman, que realiza una interpretación portentosa y llena de matices de elegancia y a la vez ambigüedad y que evidencia unas cualidades profesionales a la altura de pocas y también de pocos. Semejante “portmancentrismo” sería un error de concepción si no se tratase de esta actriz y de este personaje histórico. Pero el director hace apuntar todos los focos a su estrella sin descuidar el hecho de ser quien mueve la batuta, y a la fotografía preciosista sin estridencias que distraigan o el conciso montaje cargado de primeros planos de autor me remito.
Aprovechando que al que suscribe el asunto le queda lo suficientemente lejos en tiempo y en espacio como para mirarlo aún más desde fuera, y sin coincidir con ese orgullo zarandeado desde el que hablan algunos en Yankilandia, debo añadir más como espectador que como analista que la escasa hora y media de pausado metraje hizo mella, de forma que ese elemento de pausa se acabó transformando en algún que otro resoplido pidiendo la hora. Pero eso no tiene por qué estar reñido (y no lo está), contradicciones del cine, con que lo que se nos muestre sea virtuoso y digno de visionarse por varios motivos. Sí podemos afirmar que estamos ante una película, con lo que esto conlleva, muy distinta a lo que se espera antes de entrar a verla, aunque hayas sido advertido. Y eso es bueno, ¿o no les parece?