Tengo un viejo amigo, antiguo compañero de la lejana escuela primaria, con el que suelo conversar cuando nos encontramos en el pueblo. Recibió como instrucción solamente aquellas enseñanzas que le sirvieron para saber leer y escribir. Su vida ha sido bastante anodina ya que lamentablemente sufrió muy joven la pérdida de sus padres y su niñez y adolescencia transcurrieron acogido por unos tíos. Con las humildes posibilidades económicas de entonces –ya que trabajaban en las labores agrícolas en una finca de una familia pudiente de la localidad – solo le procuraron asistencia y cariño pero no acceso a una formación de más nivel.
Apenas iniciada la pubertad tuvo que empezar a aportar a la economía familiar algunos recursos trabajando como pastor en la propia finca donde se ocupaban sus tíos. Al pasar los años, aprovechando el despertar que le supuso la experiencia del servicio militar que conllevó el conocimiento de otras ciudades y otras formas de vida, decidió integrase en el caudal migratorio que emprendieron las gentes de nuestra tierra hacia otros horizontes.
Se embarcó en una nueva existencia, con el escaso bagaje de sus conocimientos, pero con una enorme honradez y sus deseos de labrase una subsistencia no tan constreñida como la que le ofrecía su horizonte natal. Trabajó en la construcción, también en otros variados oficios y ya en su madurez, por medio de un sacerdote de su barrio, le dieron una plaza de vigilante cuidador de unos jardines de una urbanización.
Siempre me ha confirmado que nunca se metió en política, que en su vida se ha limitado a cumplir con sus labores y en verdad −trabajando mucho, eso si− no tiene conciencia de haberse sentido maltratado en sus ocupaciones.
Tuvo una novia que, a su decir, le salió rana y quizá por ello no quiso involucrarse en algo mas que en sus labores y las pequeñas aficiones. Pudo hacer unos ahorros y compró una modesta casita en el pueblo. Cuando se jubiló volvió a sus orígenes, donde vio la luz y donde quiere reposar cuando le llegue su final.
Con la tranquilidad de las horas y los días de pensionista, lee la prensa, sigue los debates por la televisión y se le ha creado una preocupación por lo político que nunca había sentido a lo largo de su vida.
De sus palabras, en nuestros encuentros, deduzco que ha internalizado el tópico de que las derechas son explotadoras, corruptas, ajenas al sentido social y las izquierdas tienen una mayor carga moral: solidarias, justas y honradas.
Ayer mismo me quiso demostrar que la propia naturaleza era de izquierdas y para ello, aunque como he dicho su instrucción no es elevada y menos en bioquímica, me mostró un pequeño librito divulgativo sobre la creación, de una conocida confesión religiosa. Se le quedó grabado en su lectura un apartado en el que se recogía, acertadamente, que de los aproximadamente cien aminoácidos conocidos, solo veinte se hallan presentes en las proteínas, elemento básico para la vida, y todos son levógiros. También se instruyó en que levógiros son aquellos que desvían hacia la izquierda el plano de polarización de la luz y los dextrógiros los que lo hacen a la derecha. Por tanto es indudable − y no hay que darle vueltas, según él − que la esencia de la naturaleza es de izquierdas.
Me miró como satisfecho de aquella peregrina deducción, que a él le parecía concluyente, y esperó mi respuesta. Le miré un tanto perplejo y sorprendido y le pregunté si sabía cual era el origen de los calificativos izquierda y derecha.
Hizo un mohín como queriéndome decir que era una cosa evidente y tuve que relatarle que ambos términos –aunque se han convertido en unas etiquetas generalizadas en la política y las ideologías- tienen un origen aleatorio.
En efecto en 1789, tras la toma de la Bastilla en Paris y el comienzo de la Revolución Francesa, tuvo que formarse la Asamblea Nacional Constituyente con la misión de elaborar una constitución para el nuevo orden político iniciado. De una manera convencional, sin ningún criterio operativo y solamente como medio para organizar un debate ordenado, los diputados de cada una de las tendencias políticas ocuparon los asientos. Los girondinos, defensores del veto del monarca y del sufragio no universal, ocuparon la parte a la derecha del Presidente. Los jacobinos, que eliminaban el veto del monarca, apoyaban la república y el sufragio universal se asentaron en la parte izquierda de la asamblea.
Aquella decisión puramente hecha al azar y convencional tomó carta de naturaleza y se constituyó en norma para las siguientes asambleas. De esta manera se asignaron unos calificativos −que se mantienen un nuestros días− de derechas a las posiciones conservadoras y de izquierdas a las tendencias progresistas.
Por tanto, comenté a mi amigo que si en aquella ocasión histórica les hubiese dado a los parlamentarios franceses por intercambiar las posiciones −ya que no había razones objetivas para identificar un lugar u otro con una u otra ideología− ahora las derechas serían izquierdas y las izquierdas derechas. En consecuencia la teoría bioquímica que sustentaba habría tenido que invertirla.
Me miró con una sonrisa socarrona, habitual en su bonhomía, y solo se le ocurrió decirme: “Vaya por Dios, por una vez que se le viene a uno ser intelectual ¡que patinazo!”.
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