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Descomposición

El Régimen presenta evidentes síntomas de descomposición. El PP, ataviado con la sonrisa amable de su Presidente como infalible estandarte, ha ido construyendo un mundo irreal sostenido por una inmensa marea de dinero público. La ensoñación de un pequeño paraíso, en el que cada individuo era capaz de ver razonablemente satisfechas sus aspiraciones de confort material, se erigía como una fortaleza indiscutible e inexpugnable. El manejo de un inimaginable volumen de recursos económicos, administrado con inteligencia y habilidad sobre los puntos neurálgicos del sistema, permitió desactivar todos los mecanismos de alarma. De este modo, durante la era Vivas, la sociedad ceutí ha vivido encantada, alegre y confiada, en la creencia de que Ceuta era una Ciudad ilimitadamente próspera, con pequeños problemas que la providencia (más dinero público) se encargaría de resolver sin excesivo esfuerzo. La conciencia colectiva ha sufrido un prolongado tratamiento de narcotización que ha desembocado en su práctica extinción.
El dogmático discurso oficial, que sustenta, contextualiza y condiciona toda la vida pública desde entonces, se fundamenta en la existencia de un partido único de naturaleza transversal (el PP), en el que caben personas de toda condición e ideología y que representa en exclusiva los intereses de Ceuta, dirigido por un líder carismático, clarividente e irrepetible al que adora un pueblo diverso que convive en una perfecta armonía. Todo aquel que osa desafiar esta insólita concepción de la política local, se convierte automáticamente en un proscrito, fustigado universalmente hasta lograr su condena al ostracismo. El mensaje que se lanza desde el poder es inequívoco: quien no acepta el orden establecido, aunque sea como una figura ornamental subordinada (PSOE), no tiene posibilidad alguna de subsistir. La intención es que el miedo a la soledad actúe como factor de disuasión de los potenciales contestatarios del régimen.
El problema es que ninguna mentira es eterna. Por muy bien urdida que esté. Esta tampoco. En cuanto ha comenzado a escasear el maná que hacía de la abundancia norma, alimentando toda suerte de expectativas, se ha resquebrajado el montaje. Aunque todavía de manera discreta y reservada (el miedo al poder sigue causando estragos); el murmullo de  voces críticas y discordantes es, cada vez, más intenso.
Juan Vivas está perdiendo la aureola a una velocidad de vértigo. Muchos ciudadanos, otrora entusiastas fans del presidente, están descubriendo una persona ladina, de bondad fingida e intenciones inciertas, que nunca dice toda la verdad y rara vez cumple sus promesas.
El PP se ha transformado en un partido histérico y desnortado. Sus militantes no comprenden, ni aceptan, que hayan sido relegados a un humillante rol secundario, mientras los advenedizos (medradores sin compromiso ideológico, incorporados al partido por un mero interés personal) son injustamente promocionados e inmerecidamente agasajados. Callan porque saben que la obediencia debida es un requisito de supervivencia indispensable, pero el malestar interno es indisimulable. Lo que tiene su lógica repercusión en un Gobierno deslavazado que se ocupa más de resolver sus propias cuitas y trifulcas que de cumplir sus obligaciones. La triste realidad, desvelada en el momento más delicado, es que el PP no tiene un proyecto de futuro para Ceuta.
Pero hay algo mucho peor, en la medida en que trasciende al conjunto de la sociedad. El mito de la convivencia perfecta también se está desvaneciendo. Los convulsos efectos de una evidente fragmentación social, cínicamente ocultada y contenida con generosas medidas paliativas, brotan peligrosamente. Cunde el desasosiego. Demasiada juventud sin horizonte. La prepotencia de quien se siente invulnerable dinamitó todos los puentes de participación, diálogo y consenso. Pletóricos de soberbia, llevaron al ánimo de la ciudadanía la convicción de que más allá del PP sólo había estulticia. Todo era prescindible. Ahora se tienen que enfrentar, desde su desconcertante soledad, a un proceso de descomposición para el que no estaban preparados.  Una marea de interrogantes los abruma sin acertar a encontrar respuestas.
La conclusión es que afrontamos una etapa muy dura, en la que problemas sociales de enorme envergadura se van a manifestar en su versión más descarnada, y carecemos  de un liderazgo político integrador y de unos objetivos definidos y reconocibles que marquen el camino a seguir.

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