La inmigración (entendida en su sentido más amplio y noble) es, sin la menor duda, el fenómeno político de mayor interés, envergadura y trascendencia del inicio del presente siglo. La reconfiguración del mundo ante la globalización es objeto de análisis y debate en todos los ámbitos y niveles. Sin embargo, lo que debía ser un debía ser un debate pausado, ordenado y riguroso (por su importancia), se despacha (al menos en nuestro país y en concreto en esta Ciudad) con virulentas y desquiciadas diatribas carentes de fundamento, ajenas a la razón, y siempre como respuesta a determinados hechos que el pensamiento dominante ya ha sancionado preventivamente como intolerables . Así ha vuelto a suceder con motivo de la reciente entrada de doscientas personas por el Tarajal, y sucesivos intentos posteriores.
La derecha sociológica (cada vez más extrema), convencida de representar a la mayoría social en su obsesión de “cierre hermético de fronteras sin escatimar medios para ello”, siempre que se produce un (doloroso) episodio de cierta violencia en la frontera, se lanza con inusitada ferocidad, no ya a defender con o sin razón “la labor de la policía de occidente” (triste papel que ha asumido el estado español, delegando en Ceuta y Melilla estas funcione), sino a atacar a quienes sostenemos una posición radicalmente opuesta. Somos acusados de “demagogos” (como no gobernamos, podemos pronunciarnos alegremente sin tener que contrastar las palabras con los hechos) y de “carecer de alternativas” (de nada vale tener ideas si estas no pueden resolver los problemas del día a día). Todo este raquítico argumentario se resume en la ya clásica sentencia: “que se los lleven a sus casas”, dirigida a los disidentes, a modo de dardo infalible. Esta forma de proceder lo que en realidad esconde es el escaso respeto del PP y sus aledaños la opinión pública. Es una forma sutil de llamar idiota a la ciudadanía (no es preciso esmerarse en razonar, basta con apelar al “miedo visceral a la invasión” que tanto impacto provoca entre la gente psicológicamente más vulnerable). Es, ciertamente, lamentable. Como lo es comprobar que el PP es una poderosa maquinaria de destrucción intelectual. Una persona que parecía normal (el diputado por Ceuta) ya ha pasado a engrosar las filas de la idiocia. En un “brillante alegato” ha recomendado a la Alcaldesa de Madrid que acoja a los inmigrantes del CETI. Un pestilente discursillo propio de cualquier conversación de descerebrados en la barra de un bar.
A pesar de la dificultad de exponer una línea de pensamiento de manera ordenada y razonada en este contexto de intencionada confusión e indecente manipulación, no rehuimos el emplazamiento. Intentaremos debatir, y consecuentemente rebatir, la corriente de pensamiento reaccionario, cuyo corolario es una valla rematada con concertinas. Distinguiendo con claridad cada uno de los niveles en los que se articula este debate (teórico, legal y práctico).
Uno. En un plano teórico no existe una gran divergencia sobre el fondo de la cuestión. O mejor dicho sobre sus causas primigenias. La ciudadanía mundial es consciente de la existencia de un proceso de globalización (y de sus consecuencias). No es lineal en el tiempo (fluctúa, retrocede o zigzaguea) y no es homogéneo (en cada parte del mundo se desarrolla de forma diferente); pero es imparable. Basta con observar cosas tan sencillas como las competiciones deportivas de ámbito mundial. La globalización y la “libre circulación” son conceptos indisociables. Hechos respaldados con amplias mayorías en nuestro país (como la sustitución de la peseta por el euro) son manifestaciones evidentes de esta tendencia hacia la “civilización universal”. Quienes (en apariencia) se muestran más reacios (la derecha) promueven acuerdos comerciales para favorecer la presencia de las empresas en todo el mundo en condiciones más ventajosas. Podría seguir indefinidamente. No es necesario. La globalización es un hecho y la aceptación (universal) de la libre circulación, también. ¿Dónde surge la diferencia? Para la derecha, la “libre circulación” se debe circunscribir al capital y a las élites, y debe estar vetada para los pobres. Esa es la forma de concebir la organización social en el siglo veintiuno por la ideología neoliberal (y perpetuar así las vigentes estructuras de poder): la élite, de dimensión planetaria; y los explotados, estancados y reprimidos (así son menos peligrosos). Para los que militamos en la izquierda (de este siglo), la globalización debe ir acompañada de la universalización de los principios y valores democráticos. La “libre circulación de personas” debe ser un derecho de todos los ciudadanos y ciudadanas del mundo. Las decisiones políticas deben estar orientadas por este anhelo, que no es más que la aplicación concreta en las coordenadas actuales del sempiterno principio de igualdad.
Dos. No somos ingenuos. Somos perfectamente conscientes de la dificultad que tiene adecuar las ideas a la realidad. Que nuestro ideal sea un mundo sin fronteras no se puede traducir (como pretenden hacer malévolamente los pseudoideólogos de la derecha) en que “mañana por la tarde” se desmantelen los pasos fronterizos (como caricatura puede ser divertida, pero poco o nada aporta al debate). Lo que sí decimos es que la legislación se debe ir acomodando, paulatinamente, a ese objetivo final. Huyendo del cinismo. Porque la existencia de inmigrantes (mal llamados ilegales) en España (por ejemplo) es un hecho indiscutible y tolerado por incluso los que se muestran más radicales en sus declaraciones públicas. Se trata de elevar a la categoría legal de “normal” lo que a nivel de calle ya es normal. Es decir, incluir en el espacio del derecho una realidad que hoy está en el peligroso limbo de la opacidad (no es legal, pero no es actúa contra ella, por puro sentido común). Exigimos un cambio de legislación que permita a los inmigrantes entrar y circular libremente por nuestro país, cambiando el concepto de frontera, que debe pasar de ser una “barrera para pobres” a un mecanismo de control de los derechos y deberes exigibles a todos los ciudadanos (“vías legales y seguras”). Es urgente, así mismo, disponer de una legislación más moderna, ajustada a los nuevos tiempos, que establezca con claridad derechos y obligaciones de todos (incluidos los extranjeros). Frente a este loable propósito, los conservadores sólo son capaces de oponer argumentos economicistas. Fundamentalmente dos: no hay dinero para dar cobertura al coste que supondría ampliar derechos sociales a un notable incremento de la población; y “aquí no cabe toda África, no hay trabajo para todos”. Sin embargo esto más que argumentos son “conjeturas nunca probadas”, o directamente prejuicios. De hecho y respecto al primero, ya existen estudios más que solventes de que el balance económico de la inmigración ofrece un resultado muy claramente favorable a los inmigrantes (producen más de lo que consumen). El segundo argumento es una apelación a la ignorancia y al miedo, no exenta de una petulancia difícil de digerir. Nadie sabe cuántas personas quieren venir a España (o a Europa) y por tanto nadie está en condiciones de aventurar si caben o no. Resulta paradójico que quienes todo lo fían a las “leyes del mercado” que regulan la realidad social, no confíen en ellas para este asunto. El razonamiento que los mueve es tan infantil como falaz: “aquí se vive mejor que en los países subdesarrollados, todo el mundo quiere vivir mejor luego todos los ciudadanos del tercer mundo querrán venir”. Es un pobre silogismo que se cae por su propio peso. Comprobemos su falsedad observando realidades muy próximas. Ceuta es la Ciudad de España en la que peor se vive, según un informe publicado recientemente, y la cifra de paro no baja de los catorce mil; ¿por qué la gente no se desplaza masivamente a vivir a La Rioja pudiendo hacerlo? La respuesta es sencilla. Las razones que impulsan a las personas a la inmigración (y abandonar su tierra, su modo de vida, sus lazos afectivos y su gente) son más complejas de lo quieren hacer ver los “cabeza cuadrada” que ven la vida desde una calculadora. Así sucede también con los MENA (lo que iban a ser decenas de miles de niños intentando instalarse en Ceuta se han quedado en un centenar); o con la inmigración española de la postguerra. En el fondo, todos los seres humanos nos movemos de una manera muy parecida. Una parte, sólo una parte de la población (de cualquier lugar del mundo), decide abandona su tierra. Y lo hace a un ritmo que, aunque creciente, es perfectamente asumible por las estructuras de los estados actuales (como demuestran los hechos al estudiar la evolución demográfica de los países de Europa en las dos últimas décadas). Los inmigrantes son trabajadores que viene a producir y fortalecer nuestra economía y con ella el bienestar de todos (incluido ellos, lógicamente). Esto no es una ensoñación, sino un hecho contrastado. Otra cosa es la utilidad que reporta al poder establecido, en términos económicos y políticos, el ignominioso y falso discurso del “miedo al diferente”.
Tres. Tampoco huimos de la realidad. Entendemos y asumimos que mientras se logra una “mayoría social” que avale un cambio del marco legislativo en la dirección propuesta, es menester hacer frente a cuanto sucede diariamente en las fronteras (en concreto en el Tarajal). Y en este sentido, en cuanto al control fronterizo en las condiciones vigentes, nuestra política es tan sencilla como irrefutable: cumplimiento de la ley y escrupuloso respeto a los Derechos Humanos. En primer lugar, nuestro ordenamiento jurídico establece con meridiana claridad cuál es el procedimiento que se debe seguir cuando un extranjero entra en España. Cúmplase. La segunda cuestión es la controvertida “defensa policial de la frontera”. Es aquí donde existe una diferencia irreconciliable. Personas honradas e indefensas no pueden ser (mal) tratadas a palos, ni mutiladas, ni expuestas a la muerte. Pero esto no es una idea o una opinión (que también) es el acatamiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (lo más parecido a una Constitución Universal y defendida en España por consenso unánime). Si el Gobierno pretende que “nadie pase por la frontera”, lo que debe hacer es destinar a esta finalidad los medios precisos. En materia de “contención de masas” está todo inventado (y conseguido). Se trata de proporcionar los medios (técnicos y humanos) al volumen de la “masa a contener” (se hace perfectamente en los partidos de fútbol de alto riesgo). Ahora bien, ¿qué sucede cuando esto no se consideras una prioridad y no se aplican los recursos suficientes? Cuando se quiebra la proporción entre la masa a contener y los medios disponibles, y se pretende mantener el objetivo de la contención, sólo queda como “mala solución” recurrir a la violencia para compensar el déficit de medios (tanto más extrema cuanto mayor sea la brecha). Y esto es responsabilidad exclusiva del Gobierno. Es una decisión política. En la que no quieren entrar nunca los valedores del PP: si tan importante es mantener el control de la frontera, ¿por qué no se emplean todos los medios necesarios?. Como no pueden responder (porque la respuesta es inconfesable), no les queda más camino que justificar la violencia (“no se puede hacer de otro modo”). Y lo más deleznable es hacerlo acusando injustamente a los propios inmigrantes de haber “provocado los altercados con su actitud violenta”, como ha hecho el Delegado del Gobierno; a pesar de que las nítidas e incontestables imágenes lo sitúan en la mentira más grosera y vergonzante (otra vez). Lo que tendría que explicar el Delegado del Gobierno es por qué dejaron abandonados a su suerte a diez policías (que por cierto actuaron muy correctamente, mala suerte incluida) ante una avalancha incontenible.