La aldea global jamás volvería a ser la misma desde aquella fatídica madrugada del día 1 de septiembre de 1939, en que las tropas nazis decidieran invadir Polonia sin una declaración previa, con una ofensiva diseñada por el Alto Mando del ejército alemán, con el propósito de reconquistar los territorios perdidos en el transcurso de la Primera Guerra Mundial.
Una lucha fratricida como una espiral reiterativa a la sombra de la llamada Gran Guerra (1914-1918), cuyos principales actores intervinientes residió en las grandes potencias europeas de la época.
Fuerzas contendientes, que se atinaban en pleno apogeo del imperialismo colonial, ahora competían por la hegemonía del planeta, en su pugna por la supremacía política y económica, finalmente se vieron abocadas a una conflagración, tras la cual, el agravio de los dominados nutrió los nacionalismos extremistas, que, a su vez, motivaron la guerra más mortífera en la historia de la Humanidad. Tanto por la cantidad de fallecidos, como por el encarnizamiento en sí del conflicto, no se escatimó en el empleo de armas de destrucción masiva, para llevar a término la aniquilación étnica, ideológica y racial.
Adolf Hitler (1889-1945) ponía en marcha toda una maquinaria blindada y motorizada, con las que consiguió importantes avances en el terreno, apoyado desde el aire por la acción demoledora de la aviación, que con anterioridad, ya había participado en el infausto ‘Bombardeo de Guernica’ (26/IV/1937).
Por lo tanto, aunque estos tiempos puedan dar la sensación de ser demasiado agitados, las realidades que precedieron al inicio de esta crisis, catalogada como la más cruenta y dolorosa que de ningún otro modo se haya presenciado, continúa sin aceptarse con similitud alguna, incluso, para el juicio de los más apocados, aun tolerando que, hoy por hoy, Europa y parte del mundo, cobija a gobiernos con instintos autoritarios.
Disyuntiva que en nuestros días sucede en Polonia, como punto de partida del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, o en Rusia, heredera por disposición propia de aquella Unión Soviética, que, al igual que los nazis se encolerizaron con el país que limitaba al Oeste, el pueblo polaco se vio totalmente aprisionado entre dos vecinos con pretensiones ofensivas.
Y es que, de la noche a la mañana, los soviéticos se aliaron con la Alemania más despiadada y, sin complejos, se repartieron Polonia, tras asaltarla en paralelo por el flanco Este. Sin bien, el pueblo polaco hizo frente lo mejor que pudo a la incursión, rápidamente, la demolición de las redes de comunicación permitió que quedasen decenas de unidades bloqueadas y sin alternativas para coordinarse.
El extenso elenco de desdichas que cercaría a esta urbe, no había hecho más que comenzar, porque, dos semanas más tarde de la penetración alemana, unidades del Ejército Rojo atravesaron los límites fronterizos y se introdujeron en tierra polaca.
En principio, los ciudadanos llegaron a sopesar que los que allí comparecían, lo hacían en su ayuda, pero, lo que no sospecharon, que eran incondicionales del régimen nazi. Desde ese mismo instante, Polonia tenía dos frentes abiertos de devastación: uno por el Este y otro en el Oeste con adversarios distintos. Francia y Gran Bretaña, quienes inmediatamente debieron acudir a socorrerlos, más allá de declarar la guerra, tuvieron una réplica defensiva, porque, desconcertados por la celeridad de la progresión alemana, ni tan siquiera llegaron a calibrar las nuevas tácticas de guerra, ante una falta de pronóstico que en seguida haría sufrir al ejército franco.
Ya no existía duda, de la hecatombe que estaría por llegar; tras una defensa planeada con guarniciones del lugar y los restos de diversas unidades reagrupadas en la capital, el mando militar polaco no le quedó otra que rendir Varsovia el día 27 de septiembre, tras doce días de intenso bloqueo y aislamiento e incesantes fuegos de la fuerza aérea de la República Federal de Alemania, como parte de la Wehmacht ‘la Lufwaffe’.
Llegó así, el génesis del fin.
La sangrienta invasión de Polonia abocó a la Tierra a una guerra sistémica, la más destructora de la Historia con decenas de millones de víctimas, la mayor parte de ellas civiles, que no tuvo límites a la hora de desbaratar la dignidad humana. Comenzando así, el ensueño expansionista y transgresor del nazismo, que cristalizó una arremetida ingeniosa con la colaboración punzante soviética.
Los resultados no podían ser más evidentes: La Unión Soviética, China y Alemania habían sido los países más castigados en cuanto al número de fallecidos. Una vez terminado el insaciable acometimiento, el mundo quedó despedazado y seccionado en dos bloques: por un lado, la combinación capitalista, liderada por los Estados Unidos y con proyección sobre Europa Occidental y otras dominaciones; y, por otra parte, el conjunto comunista, dirigido por la URSS y con influjo sobre Europa del Este.
Hoy, pese a las arduas luchas habidas tras las ocho décadas transcurridas desde la detonación de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el mundo parece estar más afianzado, al menos, esa es la impresión, a pesar que los grandes triunfadores y derrotados de 1945, enfrentan lo acaecido con vistas diferentes y, en muchos casos, con un ingrediente de reivindicación nacional.
A ciencia cierta, este infausto aniversario debería hacernos reflexionar en profundidad, si todas las fórmulas de discriminación, como el antisemitismo, el racismo o las ideologías totalitarias, se han reducido desde entonces, o, por el contrario, al no haberse educado eficientemente, continúan incidiendo en las mentes y corazones.
Del mismo modo, garantizar que las democracias actuales hayan ahondado en esta lección ciega del hombre, para protegerse y rechazar cualquier indicio de totalitarismos que, mismamente, no tengan el más mínimo protagonismo en ninguna de ellas.
E, incluso, ahondar en las raíces que sembraron esta gran Guerra, que de alguna u otra forma continúan estando latentes en muchas partes del mundo.
Cabiendo preguntarse, si la sociedad en su conjunto y sus principales organizaciones internacionales, ¿son las más adecuadas en la oposición contra los opresores totalitarios del signo que fueren con sus intimidaciones reales, o más bien, se muestran insensibles e inactivas ante las mismas?
Con estos cuestionamientos, se daría por comenzada otra guerra predestinada a solventar las incertidumbres que el comunismo y los fascismos, las dos nuevas ideologías que se desafiaron con inhumanas consecuencias y las democracias que se habían concebido en los años previos.
Ya, en 1941, el laberinto europeo se había transformado en mundial con la irrupción alemana en Rusia y la ofensiva militar sorpresiva de la Armada Imperial Japonesa contra la base naval estadounidense en Pearl Harbor (7-XII-1941).
El catálogo de desmoronamiento humano emprendido básicamente por el odio, que acarrearon ruina, angustia y muertes en todas las formas desde ese largo trance de seis años, se cobraría el fatídico balance de más de ochenta millones de personas, como, de ningún modo, se había visto antes.
Con estos antecedentes preliminares, el retrato de la octogésima conmemoración de la Segunda Guerra Mundial, indudablemente, haría variar el mapa geopolítico del viejo continente, padeciendo la decadencia de algunos de los grandes imperios y el pronunciamiento de otros estados. Trastornándose extremadamente las relaciones internacionales y la configuración social del mundo.
La Unión Soviética y los Estados Unidos de Norteamérica se apuntalaron como las superpotencias, que, paulatinamente, comenzaron a competir, disponiéndose globalmente la Guerra Fría (1947-1991), que se alargó durante cuarenta y seis años hasta la caída del Muro de Berlín (9-XI-1989).
Posteriormente, los Estados Unidos acabó siendo el estado más aventajado, pudiendo jactarse de un poder militar, económico y político sin parangón, en un escenario geopolítico absolutamente desigual. Aunque, la URSS, sujeta e hipnotizada por Iósif Stalin (1878-1953), logró lidiar con este gigante americano.
Tras salir ileso de una guerra que asoló a las principales fuerzas de Europa y Asia, los norteamericanos disponían de los ejércitos más pujantes de la historia, con tropas emplazadas desde Corea y Japón hasta Alemania, para avalar la paz y la reconstrucción de tantos destrozos, pero, sobre todo, para sofocar la expansión comunista. En los declives de este conflicto, la administración estadunidense se cercioró de ostentar un papel decisivo en las nuevas organizaciones multilaterales instituidas por iniciativa propia, tales, como Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y, luego, la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
Si a la finalización de la Primera Guerra Mundial los americanos retornaron a su retraimiento tradicional, años después, mucho variaría la clase política americana en sus formas de pensar, porque, entendieron a la perfección que apartarse del mundo en el período de entreguerras, volvería a inclinar la balanza con terribles consecuencias, como de hecho, ya había acontecido, permitiendo el ensanchamiento del fascismo. Entre tanto, predominaba el imperativo que estas equivocaciones no se reprodujeran y que Estados Unidos tomara el encargo del liderazgo, admitiendo el rol histórico de ser la primera potencia líder, en el deber de ampliar su imperialismo por una buena parte del globo.
Sin embargo, operó como mejor sabía hacerlo, en la vertiente bilateral y centrado en las organizaciones internacionales y en el molde del multilateralismo, al menos, en lo que respecta a Europa Occidental, Corea y Japón, sin inmiscuir a sus socios.
Para los rusos, el combate mundial arrancó con casi dos años de demora, es decir, en la alborada del 22 de junio de 1941, cuando las tropas germánicas acometieron la ocupación de la URSS, pese al acuerdo de no agresión entre Hitler y Stalin.
El conocido Pacto Ribbentrop-Mólotov (23-VIII-1939), interpretado por los analistas en el menester que tuvo el Kremlin de ganar algún tiempo y con ello, confrontar una acción que entendía como irrevocable, abarcaba un protocolo reservado sobre la aportación de Polonia y el reparto a la URSS de Estonia, Letonia, Lituania y Besarabia, además de Finlandia, que permanecía en la órbita influyente de Moscú.
De ahí, que en la conciencia colectiva de este estado, la apertura de la guerra sea una de entre las tantas páginas que han quedado postergadas en la omisión. Únicamente, tras la inauguración liderada por Mijaíl Gorbachov en la última etapa de los años 80 del siglo XX, la población rusa se informó de los pormenores ocultos de la alianza soviético-alemana.
Con el desplome paulatino de los viejos imperios continentales, le siguieron la creación de media docena de nuevos estados ubicados en el Centro y Este de Europa, asentados aparentemente en los principios de la nacionalidad, pero, con el inconveniente adquirido e inconcluso de ser minorías nacionales, tanto dentro como fuera de sus márgenes fronterizos.
Todos, con la salvedad de Checoslovaquia, debieron de enfrentarse a importantes obstáculos para hallar una solución sujeta al derrumbe de ese orden social personificado por las monarquías. El levantamiento de estas naciones, vino precedido por intervalos de escepticismos con provocaciones insurgentes y tumultos sociales de proporciones destacadas.
A ello habría que añadir, las políticas de rearme encabezadas por las principales potencias europeas, que instauraron un clima de perplejidad y que atenuaron la seguridad internacional.
Pero, sin lugar a dudas, las coordenadas que urdieron al final de la Primera Guerra Mundial y a la postre, lo que sobrevendría más adelante, o séase, la Segunda Guerra Mundial, con Hitler y los nazis al frente, se aventuraron a echar por tierra los resentimientos del Tratado de Versalles (28-VI-1919/21-I-1920) y restituir a Alemania de la potestad perdida.
Lógicamente, las enormes restricciones debidas en la jerarquía militar y naval que ello le había conllevado, además, de imposibilitarle disponer de una fuerza aérea como la que aparejó, dieron lugar para el dictador no tardara en poner sobre la mesa sus designios infames.
En escasamente tres años, desde 1935 a 1938, Hitler perturbó el orden internacional que, acordado por los ganadores de la Primera Guerra, habían procurado advertir que Alemania se convirtiera nuevamente en un grave peligro para la paz en Europa.
Mientras, la Italia de Andrea Mussolini (1883-1945) prosiguió en el mismo rumbo, con su economía condicionada a los preparativos de la guerra que se aproximaba; toda vez, que Francia y Gran Bretaña se lanzaron el rearme y desde 1936 lo apremiaron. De esta manera, el comercio de armas se reprodujo desde 1932 a 1937, sin soslayar, que la Unión Soviética se empeñó en un programa intensivo de innovación militar e industrial, que lo instalaría en el primer escalón durante los siguientes años.
Era indiscutible, que de la noche a la mañana, la mayoría de los países se encontraron sumidos en la carrera armamentística atómica, siendo Alemania la más avanzada, tras Estados Unidos y Rusia.
Lo que a posteriori se acentuaría, no sería difícil de conjeturar:
Rusia sustentó y predispuso los movimientos comunistas y guerrilleros de Occidente y el Tercer Mundo y con las armas liquidó cualquier antagonismo viable. En cambio, Estados Unidos, inculcó golpes de Estado frente a gobiernos de izquierda y orientó a las fuerzas policiales y ejércitos del mundo en labores de contrainsurgencia.
Años más tarde, en Polonia y Europa del Este, muchos han considerado que el abatimiento de su gente aún no ha recibido el reconocimiento que merece; agravios, que los políticos han aprovechado con la magnificencia de nacionalismos.
Para los estadounidenses y otros actores afines, la Segunda Guerra Mundial podría entenderse como una novela de ficción, donde ‘el bien’ se impone sobre ‘el mal’, con los aliados combatiendo para aprisionar al régimen antisemita de Hitler y estrenar una era de paz y libertad.
En cambio, para los estados bálticos y Polonia, hasta Hungría y Rusia, donde se produjeron los episodios más encarnizados, al mismo tiempo, que deportaciones y ejecuciones en masa, existen numerosos vestigios de resistencia heroica y torturas, así como una hipotética liberación de las fuerzas soviéticas, que presumieron de largos períodos de ocupación y avasallamiento para los que se toparon ante un lastre político, ideológico y en algunos casos, físico, como el Telón de Acero.
Llegado a este punto, esta gran crisis del orden social pretendió encauzarse a base de derramamientos de sangre, sin impedimentos entre las fuerzas militares y civiles que dispusieron a la ciencia y la industria, al servicio del exterminio más atroz.
Un grupo de malhechores y fratricidas, si es que es así como se podrían definir, que tanteaban la guerra como un derecho tolerado en política exterior; progresivamente, se hicieron con el dominio y puso contra las cuerdas a los políticos parlamentarios ilustrados en el diálogo y la negociación. Los despiadados artificios que surgieron como un aparato diabólico, no podían ser otros que los homicidios y las persecuciones y, como no, los campos de exterminio.
La amplísima constelación política-ideológica del momento, unido al aumento de los fascismos en varios estados, coadyuvaron al afianzamiento del nazismo.
Hitler, hambriento de sed justiciera, ante la incapacidad de los gobernantes demócratas por intuir la violencia desenfrenada que los nacionalismos extremistas y los conflictos ideológicos estaban ramificando a marcha descomunal, propagó incendiariamente una guerra letal bajo la ideología nazi.
Queda claro, que la Segunda Guerra Mundial vaticinó una quiebra en el sistema de relaciones internacionales con la Paz de Westfalia (24-X-1648), con la que se finiquitaba la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y que estaba malográndose de forma persistente e inapelable, desde al menos 1914.
Simultáneamente, en los años mediados del siglo XXI y el primero del III milenio, aparece un componente intangible de vital trascendencia, me refiero a la preponderancia cibernética; porque, quien dirige el ciberespacio, parece como si tuviese el mundo en sus manos. Por tanto, ya no es necesario amplias divisiones de tropas desplegadas, para cumplir sofisticados intentos de movimientos y operaciones sobre vastas expansiones del terreno. Esta es la seña de identificación del modelo OTAN en la Guerra Fría, que, naturalmente, ha quedado anticuada.
Actualmente, expertos informáticos experimentados en los dotes de sabotaje, interferencia o, apuntado de manera notoria como técnicamente se designa ‘hackeo’, pueden contrarrestar el armazón operativo, financiero, energético y de seguridad de cualquier estado y simplificarlo en pocos segundos a despojos virtuales.
En opinión de innumerables especialistas, la República de China se revela como la vanguardia en este sentido. Evidentemente, no es un poder imperial clásico, porque, posiblemente, los trechos de los imperios clásicos y tangibles, están languideciendo, idénticamente, como ha ocurrido con la Segunda Guerra Mundial.