Una madre madrileña, descontenta con el tiempo que su hijo dedica en casa a hacer los deberes que le ponen en el colegio, inició una recogida de firmas en contra de tales tareas, consiguiendo más de 200.000.
Las Asambleas autonómicas de Murcia y de Madrid, con esa base, han acordado –en ambos casos con la abstención del PP- que se llegue a regular por ley esta cuestión, de forma que se acorte y limite el tiempo que los alumnos hayan de dedicar a tales tareas. Por su parte, las autonomías en las que no gobierna el PP se han saltado a la torera la ley (la LOMCE) no convocando la preceptiva reválida de primaria.
En los más que viejos tiempos en que yo iba a la escuela, tenía clase no solo por la mañana, sino también, de 3 a 5, todas las tardes, salvo las de los sábados. Cuando llegaba a casa, me enfrentaba con la obligación de realizar operaciones aritméticas y planas enteras de caligrafía, así como estudiar, memorizando, lecciones de gramática, de historia, de catecismo o de lo que tocase. En el año en que cumplíamos los 10, realizábamos el examen de ingreso para cursar aquel bachillerato de siete años, prueba consistente en una parte escrita –una operación aritmética y un dictado en el cual, si se cometían tres o más faltas de ortografía, te suspendían (me pregunto que sucedería si esa norma rigiese aún, incluso para exámenes universitarios) y luego una parte oral ante varios profesores de Instituto –que nos imponían- para leer en voz alta y responder preguntas sobre distintas materias. Ahora que se habla tanto y tan mal de las "reválidas" previstas en la LOMCE, que no afectan a las notas de los escolares actuales, me gustaría verlos, a ellos y a sus papás, ante aquella prueba, que más de uno, suspendido, se veía obligado a repetir en septiembre y hasta a perder curso..
Creo que en aquel entonces ninguna madre, o ningún padre, habría intentado descargar a sus hijos de deberes. Ni antes de ingresar en el bachillerato, ni después, ni nunca. Como tenían más hijos que ahora, nos mimaban mucho menos.
Una vez en el Instituto (el vetusto edificio situado tras el Casino Militar, en lo que hoy es calle Beatriz de Silva) los chicos teníamos clase por la mañana y las chicas por la tarde. A partir de cuarto, algo excepcional en aquella época, nos unieron, y así llegamos, con clases matutinas, hasta séptimo, cuando, una vez aprobado el curso, sufríamos –y además en Tetuán- la más cruel reválida de la historia, con una prueba escrita eliminatoria (traducción del latín, redacción sobre un tema concreto y resolución de un problema matemático) que, si se lograba superar, nos llevaba al examen oral, en el cual, severos catedráticos de Universidad nos preguntaban sobre cualquier materia. Aquello imponía, porque, además, la forma de calificar era muy estricta.
Volviendo al bachillerato, siempre teníamos deberes. Cuando procedía, resolver problemas o hacer traducciones y, siempre, estudiar las lecciones de las cuatro asignaturas que tocaban al siguiente día, porque los profesores nos sacaban a la tarima (¿las hay ahora?), de manera aleatoria, para comprobar si nos las sabíamos. Al final de los dos primeros trimestres había que preparar exámenes de lo estudiado en cada asignatura, y en mayo, repasar todo para los exámenes finales. Eso, desde que, con nueve o diez años, entrábamos en el primer curso. Y en clase, tanto en la escuela como en el instituto, callados, quietos, con los brazos cruzados, levantándonos cuando entraban los profesores, obedeciéndolos, respetándolos y tratándolos de usted.
Nuestros padres consideraban ese conjunto de esfuerzos como algo normal y apropiado para hijos a los que deseaban ver como buenos estudiantes que estaban forjando su futuro. Lo cierto es que, pese a la carga lectiva que sufríamos, sacábamos tiempo para divertirnos, correr, jugar con pelotas de trapo al fútbol o hacerlo con botones sobre el suelo y, en el mejor de los casos, sobre una mesa. Incluso para ir alguna tarde al cine.
Y todo porque teníamos amor propio, fuerza de voluntad y espíritu de superación para ir aprobando, con las mejores notas posibles, curso tras curso. Y también aquella tremenda reválida. Aprendíamos, ya lo creo que aprendíamos. Cuando veo algún concurso televisivo en el que se hacen preguntas de lo que es –o debería ser- simple cultura general, me doy cuenta de cuánto me enseñaron en mis estudios y cuánto ignoran ahora los concursantes. Desde mi sillón de octogenario les gano con gran ventaja. De algo sirvió aquel tan denostado bachiller, para algo fueron útiles aquellos deberes y aquellas reválidas que sacábamos hincando loa codos.
Y, como ya dije en mi colaboración de hace cuatro domingos al tratar sobre las enormes diferencias que había entre las distracciones de aquella época y las de ahora, pese a deberes, codos, exámenes y reválidas, fui un niño –y un adolescente- muy feliz.
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