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De senderismo por La Marina

A la memoria de mi amigo Ambrosio, caminante infatigable.

Estas mañanas de junio son idóneas para patear el pueblo. Están entre las recomendaciones médicas. Algún día le pediré a mi amigo, José Manuel Pérez Rivera, que me deje acompañarle y participar de su senderismo mágico que él engrandece a  la categoría de arcádico cuando le da forma literaria. José Manuel hubiera sido, lo es, un excelente explorador romántico, pues sabes como pocos, transformar mitos y leyendas en historias casi oníricas, realidades de un pasado que sólo testimonia las piedras con las que dialoga, llegando a una intimidad sin inhibiciones. La ciudad no debería ignorarle.
Tratándose de paseos, mi pasos siempre me llevaron por donde el mar estuviese como un referente. Nada extraño en este islote donde vivimos pues lo rodea, aunque cada vez nos lo alejan más. La Marina fue mi ruta obligada. Bajaba por el Callejón del Lobo y a poco, salvando Linares - en una de esas casas vivía mi abuela-, me lo daba de frente, a veces vomitando algas y alquitranes entre los espumarajos del levante; y otras, mostrando un rostro plácido, casi nunca transparente. Desde allí, desde los talleres del maestro Torvisco, otro artista injustamente olvidado; con el edificio de la vieja Escuela Normal cayéndose a trozos y en su interior, escolares siempre rezando, hasta los jardines de San Sebastián, apeadero de los autobuses Benítez-Puntilla, bien lejos de como están en la actualidad, sin la vigilancia de ese monstruo mastodóntico, que trajeron de un Olimpo chino, icono obligado para aquellos visitantes que quieren llevarse la consabida foto de recuerdo. Reconozcamos que este dios, todo un peñasco revestido de falso bronce, más fallero que helénico, tiene cierto atractivo para los foráneos, no para mí. En breve, dicen que le traerán un ninfa, Calipso, otra hetaira que como las de su especie, en cuestiones amorosas, traspasan siempre la línea roja. Las  obliga su sindicato.
Ahora la Marina, ancha, muy ancha a un lado; estrecha, muy estrecha, al otro, cambió de escenografía. Tras su remodelación, ha quedado transformada en una extraña autovía, donde algunos sueñan con fijar el kilómetro cero, para, en un futuro, enlazar con Rabat y con las dunas y oasis de un África, más idealizada que cierta. Algo así escribió Bowles cuando, desde Tánger, se dio cuenta que había vivido en un permanente espejismo. Nos ocurre a muchos.
La  Marina dejó ya de ser la calle ceutí del mar. Aprendices de urbanistas, con el permanente vicio de querer adaptar plantillas ajenas procedentes de otras poblaciones costeras, les han dado por imitar lo que debiera castigarse  con el paro. Para disimularlo, a esta Marina la han salpicado de estatuas de héroes que hasta aquí llegaron y de algún que otro bucanero. Hasta Gandhi tiene su pedestal. Todos ellos alternan espacios con jardineras que no drenan y, cuando lo hacen, parecen aguas diarréicas  por el color y el olor. Sin olvidar, por supuesto, esos pufs pétreos, claras reminiscencias moriscas, las llamadas peladillas que, quienes se atreven a utilizarlas como asientos, corren el peligro de que les aplasten las hemorroides, si es que las padecen. Es la modernidad, según la entienden algunos estetas de la ciudad, pero lo que se dice moderno, sólo está en ese magnífico conjunto estatuario prestado por Elena Álvarez Laverón que, con Ángel Lillo, el de la ‘Dama de Ceuta’, son los únicos que han logrado traspasar fronteras y salvarse del catetismo con el que ciertos ceutíes parece sentirse muy a gusto.
¡Pobre, amiga Elena! No se merecía esta diatriba,  auténtica pelea de patio, entre los políticos, jugando a demagogos, sobre el coste de una de sus obras. Ya me la imagino, preguntándose:
“- ¿En qué mala hora acepté llevar todo esto a mi tierra?”.
Pongámonos en su lugar, aunque yo, metafóricamente, las hubiera envuelto en un hatillo, y a Torremolinos, de donde no debieron salir. Tristes circunstancias las que ha vivido, sin buscarlas, mi querida amiga, echándose en falta alguna voz a su favor, sobre todo de esos cultos que rigen intelectualmente la ciudad y que tenían la obligación moral de una defensa donde dejar las cosas claras. ¡Cuánto se echa de menos la voz de Antonio Aróstegui, que para estas situaciones acertaba en poner bien los acentos. De seguro que él hubiera escrito algo parecido a esto:
-”Joeros, partida de catetos; volved a las aulas, si es que alguna vez  las pisasteis, y enteraros  por dónde va el arte.”.

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