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De pagano a Santo, pasando por cristiano

El día 28 de agosto la Iglesia recuerda a san Agustín, el gran santo africano, conocido en todo el mundo por la gran influencia que ha tenido a lo largo de la historia de la Iglesia, de la filosofía y de la teología. Pero suele ocurrir que lo que la gente sencilla del pueblo sabe de él ha sido adquirido a través de las películas que se han hecho en torno a su vida, o a través de las anécdotas y comentarios que han oído de él. Conocimiento que, por lo general, se circunscribe prácticamente a la primera parte de su vida, la que cuenta en su libro de las “Confesiones”, que abarca sobre todo la etapa de su vida en la que era pagano: sus primeros 33 años de vida. De la etapa de su vida que vino a continuación de su conversión y bautismo -y que se extendió a lo largo de más de cuarenta años- el conocimiento que se tiene de él es muy escaso o inexistente.
Esa primera parte de la vida de Agustín más conocida y recordada por la gente, en la que aún no se había convertido, algunos la imaginan como una vida depravada, porque juzgan su conducta moral conforme a nuestra moral católica de hoy, cuando habría que juzgarla teniendo en cuenta las leyes del Imperio romano de aquella época. Agustín entonces era pagano e hijo de padre pagano, y se regía en todo (en lo familiar y en lo social) por las leyes del Imperio de Roma. Por eso, la situación en la que vivía Agustín por aquellos años de su vida, y que puede llegar a “escandalizar” incluso a algunos de nuestros coetáneos, era vista en aquella época con normalidad. ¿Cómo fue y cómo quería ser Agustín en esa segunda etapa de su vida?
Después de ser bautizados en Milán, Agustín y sus amigos deciden volver a África, donde sienten que sus servicios a la comunidad como cristianos y como agentes propagadores de la fe serán más necesarios. Preparan el viaje para embarcar rumbo a Cartago desde el puerto de Ostia, cercano a Roma, en otoño de 387, pero la navegación de barcos está bloqueada en ese momento. En espera del desbloqueo, su madre Mónica, que debía de tener entonces no más de 55 años, muere después de una corta enfermedad y antes de poder emprender la travesía al continente africano. Tras el entierro de la madre, el grupo decide posponer su vuelta a África y pasar ese invierno en Roma. Agustín aprovechará ese tiempo para escribir y meditar, además de visitar diversos monasterios cercanos a la ciudad e informarse a fondo sobre la vida en comunidad, modelo que trasladará a sus posteriores fundaciones en África.
Finalmente, en otoño de 388 el grupo puede realizar el viaje, y se instala en las proximidades de su ciudad natal, Tagaste, donde funda una comunidad en la que Agustín emplea todo el capital obtenido de la venta de sus bienes inmuebles, tras haber hecho voto de pobreza y renuncia a la propiedad privada. No le obligó nadie, pero quiso vivir de esta forma lo que aconseja el Evangelio. Su conversión, pues, no había sido para ser un simple cristiano, sino un cristiano “comprometido”. Hasta el año 391, Agustín vive en comunidad con sus compañeros, actuando él como padre espiritual y llevando un modo de vida que se parecía mucho a la vida monástica. Era lo que deseaba desde que decidió convertirse al cristianismo. Se dedicaban a la contemplación y a la meditación y se hallaban totalmente retirados de las actividades públicas. En esos años Agustín desplegó una gran actividad literaria, detalle éste que nos indica la necesidad que seguía sintiendo de comunicar sus pensamientos y no abandonar totalmente la relación con sus semejantes, a pesar del estilo de vida elegido.
Desde Tagaste Agustín visitó Hipona con la intención de encontrar un lugar adecuado para fundar una nueva comunidad similar a la de Tagaste, pero sin ninguna intención de fijar allí definitivamente su residencia. Sin embargo, las cosas sucedieron de otra manera. El obispo de Hipona, Valerio, de origen griego, conocedor de sus habilidades oratorias y de su profunda fe cristiana, e incluso a pesar de las reticencias del mismo Agustín que quería seguir viviendo en su retiro de Tagaste con sus amigos, decidió ordenarlo sacerdote y pedirle que actuara de ayudante en el obispado. Él se resistió, entre otras cosas porque pensaba que no tenía la suficiente preparación teológica para el sacerdocio. Pero el obispo le convenció con un argumento que para Agustín fue definitivo: la diócesis necesitaba de sus servicios como predicador para la propagación y consolidación de la fe cristiana contra la cual se habían recrudecido, recientemente, algunos movimientos que podían ser considerados heréticos.
En ese momento se produjo el paso de Agustín de una vida más centrada en la contemplación a una vida que se iba a caracterizar, desde entonces, por la acción. A pesar de la gran actividad que realizaba por aquellos años, Agustín aún tenía tiempo para encargarse de la dirección espiritual del monasterio y de la formación de los que allí vivían que, con el tiempo, se fueron convirtiendo en personajes influyentes de la Iglesia al ser nombrados obispos de diversas diócesis africanas. En esta nueva realidad, las relaciones directas con sus amigos y compañeros, que hasta ese momento habían sido imprescindibles para Agustín, pasarán casi exclusivamente por la correspondencia, muy breve en ocasiones. Esta es otra gran renuncia a la que tuvo que hacer frente Agustín: poco a poco tiene que ir renunciando a sus planes personales, porque la Iglesia y Dios tenían otros proyectos de una mayor altura de miras.
En esa época Agustín se vio obligado a sacrificar la lectura por la escritura, el silencio por la palabra contundente, la profundidad de la exégesis por el consejo inmediato para solucionar conflictos cotidianos, como correspondía a un obispo; incluso en sus sermones y epístolas se vio forzado a recurrir a un estilo directo y combativo, que nos hablan de su convicción sobre la misión que como obispo se le había encomendado: la defensa del cristianismo combatiendo a los enemigos. Era consciente de que parte de su papel en la diócesis consistía en crear una cultura para los cristianos. Estaba convencido de que su papel pasaba en ese momento más por el alimentar que por el alimentarse.
En el año 429, los vándalos de Genserico, expulsados de la península ibérica por los godos, invadieron el norte de África y pusieron sitio a varias de sus ciudades, entre ellas Hipona. Más allá de sus consecuencias económicas y políticas, el panorama desolador que vivió el norte de África afectaba de pleno a Agustín: la pena personal de ver cómo su obra de construcción de la comunidad cristiana del norte de África, aunque lenta y no muy extensa pero sí bien consolidada, se deshacía. Agustín renunció a su ideal de vida –vivir en el monasterio con sus amigos- para servir mejor a la Iglesia, que le necesitaba en esos momentos. Dedicó más de cuarenta años a esta labor, dedicando todas las fuerzas y capacidades de que disponía. Y al final vio cómo la obra de toda su vida se desbarataba por causa de los bárbaros. Pero él supo vivirlo todo desde la fe. El 28 de agosto de 430 Agustín murió pacíficamente, rodeado de sus amigos y de sus libros, y entonando salmos de glorificación a su Dios, con el que iba a poder reposar en el anhelado descanso eterno.
Una “anécdota teresiana” nos ayuda a entender gráficamente este actuar de Dios. Cuentan que santa Teresa en una de sus fundaciones, al bajar del carro en el que viajaba con sus Hermanas, cayó de bruces sobre un charco. Ella, espontáneamente exclamó: “¡Ya está bien, Señor!” Y oyó en su interior que Él le respondía: “Así trato yo a mis amigos”. A lo que espontáneamente respondió la Santa: “¡Por eso tienes tan pocos!”. Agustín aceptó lo que Dios le propuso por medio de su Iglesia. Al final de sus días ve que –aparentemente- toda su obra se destruye. Humanamente, no es fácil aceptarlo, sin embargo, él se apoyaba en Dios, no en sí mismo ni en su obra. Lo que no imaginaba entonces era la influencia y luz que su doctrina, sus escritos, su vida, ejercerían en la doctrina cristiana de los siglos venideros. Dios sí lo sabía. Teniendo presente el ejemplo de Agustín, su disponibilidad ante las necesidades de la Iglesia, ¿cómo quejarse de los cambios, sacrificios, nuevos destinos que nos pide Dios a través de las necesidades de su Pueblo fiel? Que Agustín nos enseñe y ayude a ser cristianos comprometidos con el Evangelio, y podamos llegar como él a la santidad. En el caso de Agustín fue el mismo pueblo quien lo aclamó “SANTO”.

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