Categorías: Opinión

De ciudadela a alcázar

Este rincón de opinión al que nos asomamos todos los sábados tiene la voluntad de interrogar los problemas de sostenibilidad que padece Ceuta, cuestionando las presuntas evidencias que forman parte del sentir ciudadano. Pretendemos huir de las lecturas de la realidad de corto vuelo y alcance que son mayoritarias entre los agentes sociales y la clase política. No sé si lo conseguimos, pero al menos esta es nuestra vocación. Llevados por este espíritu queremos plantear una lectura distinta del problema del urbanismo anárquico que caracteriza a algunas zonas de nuestra ciudad. Lo hacemos inspirados por la lectura de un interesante trabajo de investigación del Prof. Gabino Ponce Herrero, miembro del departamento de Geografía Humana de la Universidad de Alicante, que lleva el sugestivo  título de “la persistencia del urbanismo musulmán: los “pueblos jóvenes” en Melilla y el debate urbanístico” (disponible en Internet). Tal y como figura en el resumen inicial de este artículo, en  Melilla, al igual que sucede  en Ceuta, se observan una serie de tensiones de carácter cultural y económica debido a la contraposición de distintos modelos de sociedad.   Una de las manifestaciones de este conflicto larvado sería la divergente visión del urbanismo que caracteriza al mundo musulmán y al occidental.  Para el Prof. Ponce es fácil rastrear los principios del urbanismo islámico en los barrios de mayoría musulmana de Melilla. Bajo las premisas de un modelo de desarrollo urbano de “formación espontánea”, típico de las ciudades islámicas, han surgido en el territorio melillense lo que este autor denomina “pueblos jóvenes”. Estos núcleos internos de población siguen las reglas – al-fikh-  de la ley islámica respecto al urbanismo, que se basan en “los principios generales de la intimidad, la ley hereditaria y el uso del fina´. El respeto a estos principios parte de “la necesidad de organizar la vida cotidiana a una comunidad de creyentes”. Según esta idea, sólo en una ciudad que respete estos fundamentos “podría un musulmán tener una plena vida religiosa”. A este respecto, Ponce recoge una interesante reflexión del urbanista español Chueca Goitia para quien “mientras la ciudad aristotélica -europea- constituye una comunidad de ciudadanos, la ciudad islámica es, en esencia, una comunidad de creyentes”.
Un aspecto diferenciador entre el urbanismo occidental y el islámico es el de la concepción de la calle. Mientras que en el modelo occidental el trazado viario vertebra la formación de la ciudad, le da sentido y tiene un carácter eminentemente público, en las ciudades islámicas la calle tiene un papel secundario respecto a las casas. Las calles vienen condicionadas por los espacios que quedan entre las viviendas privadas. Estas últimas constituyen el elemento básico de la ciudad, el espacio en el que los musulmanes encuentran la privacidad que prescribe el Islam. Para velar por la intimidad familiar, la cultura islámica se ha dotado de concepto de finá, “o espacio abierto que envuelve la casa, considerado como parte de la propiedad, argumento fijado jurídicamente que procura evitar la alineación de casas ni, por extensión, la configuración previa del barrio”. Esto explicaría, según Ponce, que en los barrios musulmanes de Melilla las casas se construyan “sin atender a la disposición de las existentes”. No obstante, la falta de espacio ha llevado a que las viviendas, si bien no se adosan, al ignorar el concepto de medianería, si que hayan comenzado a tocarse. De manera similar, “el espacio envolvente del finá sobre la fachada, ha comenzado a ocuparse mediante salientes avanzados en la primera planta, que estrechan todavía más el espacio de la calle, dejándola en la práctica reducida a una estrecha y oscura senda a ras de suelo”.
Otro aspecto a tener en cuenta en el modelo de ciudad islámica que se ha traspuesto, con un cierto grado de adaptación a los condicionamientos de espacio, a los barrios musulmanes de Ceuta y Melilla, es la limitación de la altura de los edificios. Aquí también los preceptos religiosos marcan una serie de pautas como la prohibición de interferir en la función del minarete o afectar su contemplación, así como se debe evitar que se vea amenazada la intimidad de los vecinos. La realidad es que la falta de espacio ha llevado a pasar por alto este precepto y es fácil ver edificios de cuatro o cinco plantas donde se alojan los miembros de varias generaciones de la misma familia.
Vemos, por tanto, que tras el caos urbanístico que reflejan barrios como el Príncipe Alfonso discurre un modo de entender el urbanismo impregnado de reglas religiosas y con profundas raíces históricas y culturales. Este tema ya lo tratamos en una ocasión anterior, en un artículo publicado en esta misma sección titulado “la dimensión cultural en el diseño de la ciudad” (24/06/2010). Entonces ya comentábamos, a partir del libro “la dimensión oculta” de E.T.Hall, que las distintas culturas tenemos un modo distinto del percibir y sentir tanto el espacio privado como el público. Un hecho que suele ser ignorado por los responsables de la política urbanística de nuestras ciudades. Pero no solo se pasa por alto las claves de la apariencia física de ciertos barrios, sino que también se evidencia un grave desconocimiento de la realidad social y el pensamiento de los habitantes de estas barriadas. Tal y como comenta el Prof. Ponce Galindo, el apiñamiento que se observa en los barrios musulmanes de Melilla, similar a los de Ceuta, “es fruto de los fuertes lazos existentes entre los vecinos, vinculados por un origen común, familiar, religioso, étnico, cultural y, también, en este caso, socioeconómico”. No es fácil romper estos lazos, ni sabemos tampoco si sería del todo deseable, pero puede que supongan un obstáculo para su integración y/o asimilación en el seno de un país que se rige por unos principios ideológicos, culturales y jurídicos distintos de los habituales en sus países de origen. Aferrarse a costumbres ancestrales tiene la ventaja de frenar la progresiva perdida de la identidad cultural, pero al mismo tiempo impide la afirmación de los principios y valores que necesariamente deben compartir los miembros de una sociedad plural.
Hace muchos siglos, Solón de Atenas, -padre de la democracia-, estableció el gobierno de la ley para suplantar el gobierno de las costumbres y de los individuos. De la mano del imperio de la ley florecieron la responsabilidad cívica y el sacrificio por el bien común. Este ha sido y sigue siendo el principio básico de la democracia: el respeto a las normas y leyes de las que nos hemos dotado de manera consuetudinaria. Cierto es que en el balance entre derechos y obligaciones hay quienes disfrutan de los beneficios del sistema democrático y otros a los que no les llega en igual grado. Pero en este juego no caben posturas intermedias: el contrato social es de obligado cumplimiento para todos y aquellos que no estén dispuestos a suscribirlo mejor es que busquen otras alternativas para establecer su lugar de residencia o se preparen para sufrir las sanciones que correspondan.
Un cúmulo de complejos problemas sociales, económicos, identitarios, educativos, culturales y urbanísticos han llevado a que algunos de los barrios de mayoría musulmana de Ceuta y Melilla, -como el Príncipe Alfonso o las Cañadas-, pasen, tal y como ingeniosamente ha expresado el prof. Ponce, de Kasba (ciudadela) a al qasr (alcazar), “fortaleza donde unos protegen a otros e intimidan a los extraños”. Cambiar esta situación va a ser muy difícil. Pero cuanto más tiempo tardemos en abordarla las posibilidades de éxito se irán reduciendo. El factor tiempo es fundamental en las políticas de integración social y económica, al igual que lo son la disponibilidad de recursos económicos, la capacidad de generación de empleo y el espacio disponible. Todos estos elementos señalados son muy escasos en Ceuta.  Nuestra capacidad de asimilación está desbordada, de modo que las medidas para reducir la presión antrópica sobre nuestro frágil y reducido territorio se antojan urgentes.

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