Transcurrido ya un lustro del final de la contienda civil, 1944, como sus antecesores, era también un año muy difícil, duramente salpicado por el hambre, el racionamiento y las restricciones de todo tipo, con el drama de la II Guerra Mundial, aún en escena de Pirineos para arriba. Por estas fechas Alemania acababa de invadir Hungría y se producían detenciones masivas con el envío los primeros prisioneros al campo de exterminio de Auschwitz.
Paralelamente y también por estos días, la Penicilina acababa de llegar a España. Se creaba el Documento Nacional de Identidad y en nuestra ciudad se inauguraba la joyería ‘La Esmeralda’, de Epifanio Hernández Valiente, al tiempo que se descubría con toda solemnidad la placa dedicada a San Juan de Dios en el Puente del Cristo.
Ni que decir tiene que por aquellos tiempos la Semana Santa irradiaba una espiritualidad y devoción, totalmente impensables en los tiempos actuales. España era la predilecta de Dios. Al menos así lo había dicho Franco. Quizá por eso la Religión se había implantado como materia obligatoria en la Universidad. En tales circunstancias el nacional catolicismo poblaba la Cuaresma de toda suerte de rosarios, multitud de novenas, triduos, adoraciones perpetuas y nocturnas, actos penitenciales, etc. Por desgracia no debieron haber llegado con nitidez a los atentos oídos de nuestros santos porque la miseria seguía siendo en España el uniforme de diario.
Y a todo esto, todavía con la cruz a cuestas de las restricciones en el alumbrado eléctrico en un país que aún tenía los embalses a medio hacer. Quién sabe si fueran también una añadida penitencia colectiva, cuando a determinadas horas los comercios y bares se convertían en una especie de capillas expiatorias con velas encendidas y ese olor a cera que daba al acto de tomar un vino un cierto aire litúrgico. Lo dicho, la espiritualidad por bandera.
Dos cofradías para 12 pasos en la calle
Nada comparable aquellas salidas penitenciales de 1944 en nuestra ciudad a las actuales. Levantada cinco años atrás la suspensión que pesaba sobre ellas durante la Guerra Civil, quedaba todavía mucho camino por recorrer hacia mejores tiempos. Pero comenzaba ya a trabajarse de firme. En medio de tantas carencias era bastante meritorio que se pudieran poner un total de doce pasos en la calle, casi todos muy modestos y portados a ruedas.
Detalle importante en tal sentido fue la creación de la Asociación de Cofradías, como se le denominó entonces, entidad que a partir de este año se erigió en la organizadora de las distintas procesiones, amén de coordinar la vida penitencial, labor que hasta entonces había llevado a cabo la hermandad del Santo Entierro, que a partir de ahora quedaba desligada de tales responsabilidades.
Un paso importante se dio en aquel 1944 con la salida, por primera vez, del paso de la Entrada Triunfal de Jesucristo en Jerusalén, la popular ‘Pollinica’ como comenzó a llamársele ya desde entonces. Lo adquirió la Asociación de Cofradías, a la que quedó ligado hasta que en 1954 se vinculó a la Corte de Infantes de Santa María de África.
Previamente a su salida, aquel Domingo de Ramos se celebraron misas solemnes en varios templos con la bendición de palmas, ramos, y sendas procesiones en el interior de los mismos. Por la tarde, a hora temprana, 4,30, la Pollinica salió del santuario de la Patrona encabezada por una sección de acólitos y toda una multitud de niños y niñas, algunos de ellos acompañados de sus respectivos profesores y profesoras, siendo portadores todos de palmas y ramos, seguidos por la Policía Municipal en traje de gala. Especialmente para la ocasión se levantó a la entrada del Rebellín un gran arco triunfal.
El Martes Santo era el día de la desaparecida procesión y cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y Mª Santísima de las Lágrimas, que tras salir de la parroquia de San Ildefonso recorría toda la barriada del Príncipe para dirigirse después hasta Hadú, donde finalizaba la procesión, recogiéndose en el antiguo Hogar Virgen de África. Si resulta curioso a la vista de nuestros días todo ese recorrido, no lo es menos el hecho de cómo se prodigaban las saetas al paso de las imágenes, tanto por aquel humilde barrio, como por la principal vía hadueña.
El tradicional ‘Encuentro’, que, tal como hoy, congregaba a multitud de personas, tenía sus diferencias con respecto al que conocemos actualmente. Se producía en el Puente de la Almina, cuando aún no existía, siquiera en los proyectos, la actual plaza de la Constitución y donde, mejor que nunca, se podía decir mejor aquello de que no cabía un alfiler. Tenía lugar el Miércoles Santo con el Nazareno y la imagen de la Virgen del Mayor Dolor, que previamente había bajado desde su templo de Los Remedios hasta iglesia de África para procesionar junto al Cristo. Con anterioridad esta imagen de la Dolorosa lo había venido haciendo en solitario
Uno de los grandes atractivos de aquella única salida del miércoles radicaba en la presencia de la Legión con su banda de guerra y la de música, cuerpo que se volcaba con su cofradía como venía demostrando después de haberse erigido cinco años atrás el Tercio en su patrocinador.
El Jueves Santo era el día de la procesión del Silencio con el Cristo de la Vera Cruz en la calle. La más larga de todas ya que prácticamente recorría todo el centro de la ciudad. La presidió el alcalde de la ciudad, José Vidal Fernández y la corporación municipal en pleno, dado que, desde 1928, se había nombrado a este Cristo como patrón de los empleados municipales y como tal comenzó a hacer su salida penitencial en la madrugada del Viernes Santo de 1931, para recogerse, según seguía siendo habitual desde entonces, a altas horas de la madrugada con la población volcada en torno a ella en las calles.
La procesión del Santo Entierro
El día grande de la Semana Santa seguía siendo el Viernes Santo, con la salida de la que se seguía dando en llamar la procesión del Santo Entierro. Siete pasos la integraban: El Medinaceli, la Flagelación, el Nazareno, que volvía de nuevo este día, el Cristo de la Expiración, el Descendimiento, la Sagrada Urna y Nª Sª de la Soledad, para hacer posible así una representación ordenada de la pasión y muerte de Jesucristo.
La magna procesión, a la que acudían además de millares de ceutíes numerosísimas personas de las vecinas localidades del Protectorado, abarrotaba materialmente las calles. De su dirección se encargaba el recordado rector del Santuario de Nª Sª de África, el padre Bernabé Perpén Rodríguez y en ella figuraban los hermanos de las distintas cofradías, junto con las autoridades civiles, militares y eclesiásticas.
Abrían el desfile penitencial gastadores de la Guardia Civil a caballo con sus trajes de gala, seguidos de la banda de trompetas de Ingenieros, también a caballo. A continuación los soldados de Automovilismo con sus velas acompañando al Medinaceli y más bandas militares: la de cornetas y tambores de La Legión, las del Grupo de Sanidad, Artillería y, finalmente, la del Regimiento de Infantería, ‘Ceuta’ nº 54, tal y como había pasado a denominarse el Batallón de Cazadores del Serrallo a primeros de enero de ese año.
Y más saetas que nunca en esta procesión del Santo Entierro. Andalucía se hacía saeta en el edificio del Campanero, frente al sitial de honor para invitados que era el desaparecido Centro Hijos de Ceuta, cuyos ventanales regios daban a un clásico Rebellín de alta gala al reventar sus naranjos bravíos de azahar inmaculado.