Opinión

La cultura y el afán de superación

La importancia que tiene la cultura como instrumento básico y fundamental en la vida de las personas y de los pueblos, creo que es decisiva y determinante para que quienes la poseen puedan progresar, triunfar y labrarse mejor un porvenir que sea acorde con la valía, capacidad, inquietudes y aspiraciones de cada individuo que la posea. La formación integral de cada uno, normalmente, dependerá del propio interés que se tome en adquirirla, según sean su entrega, dedicación y el propio afán de superación. Una persona culta y bien formada, con mérito y capacidad para hacerse a sí misma, tendrá en su poder una de las armas más eficaces para mejor poder superar los numerosos escollos y vencer la mayoría de dificultades que en la vida surgen.

Pero lo anterior, no lo expreso como presunción de cultura ni de méritos propios, que sé que no tengo, porque nadie mejor que uno mismo conoce sus limitaciones. Y lo único que aquí deseo exponer es que, en la entrega, la dedicación, el propio esfuerzo y el sacrificio se tienen la clave y llave del triunfo y el éxito que, si uno se los fija como meta, con corazón y cabeza, con firme y decidida determinación, seguro que lo conseguirá.

Personalmente, entiendo respecto a la cultura y el progreso que, para que el mundo y las personas evolucionen y avancen, yendo cada generación a más, todos y cada uno de los seres humanos deberíamos tratar de superarnos y proponernos a nosotros mismo avanzar un poco más que la generación anterior. Así, los hijos deberían intentar mejorar respecto de sus padres; éstos deben haberse interesado por ser también algo más que los abuelos y así, sucesivamente, cada generación respecto de la precedente, para así prosperar algo más que las anteriores, a fin de que el mundo progrese y podamos ir a más y a mejor.

“Con la cultura se consiguen mejor los éxitos personales y sociales, se ponen más cerca ilusiones y anhelos, y se logra antes la realización personal. A mi modo de ver, la cultura es el mejor capital y la más prometedora inversión que los seres humanos pueden tener. Creo que no hay mejor inversión que puedan hacer el Estado, la sociedad y el individuo”

Y, para conseguirlo, el trabajo, el estudio, la cultura y el afán de superación, creo que son las armas más eficaces para hacer realidad cada aspiración, para que, así, cada individuo pueda ganar la guerra contra la ignorancia y contra el infortunio de origen. El saber y la formación integral del individuo, es uno de los más grandes pilares y de los mayores bienes que se pueden tenerse en la vida. Nos lo dejó dicho muy claro Santo Tomás de Aquino, conocido como “El sabio doctor angélico”, al aseverar: “Entre todos los trabajos, el estudio de la sabiduría es el más perfecto, el más sublime, el más útil y el más agradable”.

Y es que, un individuo que carezca de cultura o que tenga por tara la barrera opresora de la ignorancia, de alguna forma, será un ser disminuido en sus posibilidades, o incluso un ser con personalidad deprimida. Pero lo anterior no es que lo piense y lo diga yo, sino la autoridad tan relevante como Pablo VI, quien aseveró: “El hambre de cultura y de formación puede ser a veces hasta más deprimente que el hambre de alimentación”.

Bien entendido que lo anterior lo expreso como una ventaja o beneficio que el saber reporta a las personas, pero jamás lo diría por considerar menos personas a quienes sepan poco o hayan tenido unos orígenes humildes, como es mi mismo caso, ni para diferenciarlos de los demás; porque, para mí, todas las personas son iguales de dignas como seres humanos que son, mereciéndome todas el mayor respeto y consideración.

Creo, que la cultura es el motor que más mueve a los pueblos y a los individuos; es el medio que más abre el abanico de posibilidades para el que la posee; el que más y mejor promueve y hace posible la igualdad, reduce distancias, elimina barreras, remueve obstáculos, hace a las personas más libres, más seguras de sí mismas, tener más autoestima y hasta la hace ser más “persona” todavía.

Con la cultura se consiguen mejor los éxitos personales y sociales, se ponen más cerca ilusiones y anhelos, y se logra antes la realización personal. A mi modo de ver, la cultura es el mejor capital y la más prometedora inversión que los seres humanos pueden tener. Creo que no hay mejor inversión que puedan hacer el Estado, la sociedad y el individuo, que gastar dinero en cultura y en la propia formación integral de las personas.

Pero, de ninguna forma lo expreso para dar lecciones de nada a nadie. Lo hago sin la más mínima presunción de estar en mi caso en posesión de cultura ni de la verdad absoluta, ni para ponerme como ejemplo de nada,  que no me considero legitimado. Quienes me leen y me conocen saben que soy una persona normal, de actitudes y comportamientos modestos, de la “gente de a pie”, que yo digo. Pero me voy a permitir exponer cómo por mi parte he interpretado y me he aplicado a mí mismo la máxima de San Agustín anteriormente expuesta.

Desde niño, mis padres me inculcaron mi admiración por la cultura, por el trabajo y por la colaboración en los quehaceres para contribuir a paliar las necesidades de la familia, habida cuenta de las carencias y necesidades que se vivieron en la década de los años 1950-60 por casi todas las familias de nuestro país. De manera que, por las mañanas asistía a clases y por las tardes trabajaba en las tareas que mis mayores me indicaban.

Pero enseguida me di cuenta de la precariedad y exigua formación cultural que adquiría en las Escuelas Públicas de mi pueblo, MIRANDILLA, en las que en la primera enseñanza me eduqué que, a pesar de la entrega, dedicación y eficientes enseñanzas de mis maestros, no sólo de cara a mi formación cultural, sino también en el aprendizaje de reglas de cortesía y urbanidad que entonces se enseñaban, en aquella enseñanza pública de entonces que apenas pasaba de las llamadas “cuatro reglas”: sumar, restar, multiplicar y dividir.

En los pueblos ni siquiera se podía obtener el Certificado de Estudios Primarios, ni el actual Graduado Escolar, y menos todavía el Bachiller, que había que marcharse a cursarlos de pago a Mérida u otra ciudad. De manera que, aunque fui a la Escuela hasta los 16 años, al final no poseía ningún título que académicamente reconociera o acreditara mis estudios realizados. Por lo que, a esa corta edad, decidí ingresar voluntario en el Ejército, con la autorización de mis padres, por ser menor de edad. Ingresé en Ceuta, ganando de soldado una peseta diaria, que no me alcanzaba ni siquiera para comprar betún para limpiar los zapatos y el correaje.

“En los pueblos ni siquiera se podía obtener el Certificado de Estudios Primarios, ni el actual Graduado Escolar, y menos todavía el Bachiller, que había que marcharse a cursarlos de pago a Mérida u otra ciudad. De manera que, aunque fui a la Escuela hasta los 16 años, al final no poseía ningún título que académicamente reconociera o acreditara mis estudios realizados”

Cuando con 18 años ya gané mis primeras 300 pesetas al mes, me las gasté en matricularme para el examen de ingreso en el Bachiller, que comencé a estudiar alternando estudios con trabajo, teniendo que asistir al Instituto en turno de noche de 18´00 a 23´30 horas. Al no disponer de dinero para poder usar el autobús, me trasladaba diariamente andando desde el cuartel de las Heras de Ceuta hasta las Puertas del Campo (unos 10 kms. idea y vuelta). Regresaba pasadas las 24´00 horas. La cena, se servía a las 20´00 horas; que se encargaba de guardármela un compañero. Con frecuencia se cenaba entonces un menú denominado “empedrado de judías pintas con arroz” que, cuando lo degustaba, estaba ya de duro como si de verdad fuera un “empedrado”.

Alternando siempre estudios y trabajo, fui aprobando los estudios siguientes: Bachiller (terminado en Madrid), Graduado Social en Granada y Licenciado en Derecho. Más cuatro oposiciones a la Administración Civil del Estado, todas al primer intento, promocionándome desde el Grupo “C” hasta el más alto, un Cuerpo Superior, Subgrupo “A-1”, con puestos de trabajo y de los niveles más altos, tras habérseme designado Presidente de los Tribunales Económico-Administrativos de Ceuta y Melilla, desempeñados ambos cargos simultáneamente durante mis doce últimos años de servicio activo.

Respecto a la cultura y mi formación integral, siempre he tenido clara predisposición, fuerza de voluntad y firme determinación, espíritu de estudio, esfuerzo y sacrificio. Y soy absolutamente sincero si digo que hoy hasta me alegro de haber nacido en una humilde cuna, de haber sido “pobre de solemnidad” - como antiguamente se decía - en el sentido de haber tenido unos orígenes muy modestos y de no haber tenido apellidos compuestos o de los llamados de “alta alcurnia”.

Es decir, nadie me ha regalado nada; todo tuve que hacerlo por mí mismo, habiendo sido así como me abrí paso en la vida y logré alcanzar la situación profesional y social que he podido. Por eso, hoy me considero afortunado y feliz, precisamente, por no haber tenido en mis orígenes ningún privilegio que me viniera de nacimiento, ni ninguna recomendación que, de haberlas tenido. las hubiera rehusado. He podido realizarme a mí mismo. Y eso es para mí motivo de sano orgullo y de íntima satisfacción.

Pero lo que conseguí – sea o no poco – no fue por valer más ni menos que los demás, pues tengo muy claro que soy una persona completamente normal, humilde, sencillo, con numerosos defectos y limitaciones; pero lo que sí es seguro que, lo poco que he sido y conseguido, ha sido por haber tenido una fuerza de voluntad férrea, por habérmelo impuesto a mí mismo con decidido empeño y firme determinación; aunque nunca lo hice por egoísmo, ni por afán de ser, ni apetencias de tener, ni vanidad de presumir, y menos de figurar, sino siempre con “noble afán de superación” y como justa compensación a los esfuerzos y sacrificios desplegados.

Y digo lo de “noble afán de superación”, porque, en mi caso concreto, lo único que sí he tenido siempre desde niño, es mucha ilusión, inquietud por el estudio y por aprender de los demás, que todavía hoy sigo aprendiendo todos los días algo. Porque entendido todo ello en el sentido de que las personas no deben dejar de hacer nunca lo que puedan y deban hacer. No por personalismo, ni protagonismo, ni egoísmo, ni afán de ser ni apetencia de tener, sino por obligación personal que hay que asumir e imponerse a sí mismo; algo así como “el deber por el deber”, como dijera el gran filósofo Kant en su obra: Ética del Entendimiento y la Razón.

Y es que, como también decía José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”, porque él entendía que en las circunstancias de toda persona necesariamente han de estar presentes un “proyecto” y una “misión”, ya que la vida – añade Ortega – “no se nos da hecha, sino que necesitamos hacérnosla, cada cual la suya”. Es decir, que las “circunstancias” de cada persona llevan necesariamente implícito el hecho de que trabaje, estudie, se sacrifique y tenga noble afán de superación. En conclusión, en la cultura, en el estudio, el trabajo, el esfuerzo, el sacrificio, el afán de superación, la constancia y el tesón, es donde están el secreto del éxito y el triunfo de las personas.

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