Fuera de los circuitos turísticos por su falta de infraestructuras y su consabida peligrosidad, cruzar el Rif -la región más pobre del país- es sin lugar a dudas uno de los viajes más impresionantes que pueden realizarse por Marruecos. Las guías no dejan de advertir a los viajeros de lo arriesgado de transitar por la región, sobre todo, aparte de lo anfractuoso y estrecho de la carretera, por la continua aparición de vendedores de kif. Y es cierto: cuando ven un vehículo de matrícula extranjera, te siguen y adelantan con los suyos ofreciéndote mímicamente, a través de las ventanillas, la mercancía; si te detienes a aliviarte, a hacer fotos o a descansar, inmediatamente se te acercan para lo mismo: no hay que hacerles caso, a lo más –al menos esa es nuestra experiencia por la zona-, basta con rechazar enérgicamente su ofrecimiento con unas cuantas palabras en árabe (vale el macarrónico): “¡La, la, shukran!” (¡No, no, gracias!), “¡Ana walu majesnichi!” (¡No quiero nada!) o “¡Haram!” (¡Prohibido!); o mejor, en bereber: “¡Oho, oho, jaib!” (¡No, no, malo!), “¡Oho, barakalaufik!” (¡No, gracias!).
Veníamos del Marruecos profundo, el apenas hollado por el turismo. Al atravesar, por Guercif, el Muluya, el río más largo de Marruecos, recordé el libro de geografía de mi bachillerato. Pasamos Taourirt, bordeamos la enorme presa Mohamed V, cruzamos las albijaldas estepas próximas a la frontera con Argelia y nos dirigimos hacia el norte: Habíamos dejado para la última jornada de nuestro periplo el cruce del Rif. Salimos de Melilla, donde habíamos pasado la noche, a las nueve de la mañana. Tras esperar hora y media en la frontera de Beni Enzar llegamos a Nador. No nos sorprendió ver las calles y avenidas repletas de banderas marroquíes: la tarde anterior habíamos salido de la ciudad autónoma con intención de pernoctar allí, pero nos fue imposible: todos los hoteles estaban ocupados. Tras intentar en vano, durante dos horas, encontrar alojamiento hubimos de volvernos a Melilla. ¿La razón?: el rey Mohamed VI (el malik) estaba de visita por la zona y la gente de las comarcas aledañas, en esas ocasiones, acostumbra a dirigirse a la ciudad visitada con cartas pidiéndole trabajo, una vivienda, el pago de un tratamiento médico o de una intervención quirúrgica… Si tienen la suerte de que, a través de sus asesores, la misiva llegue al monarca puede que este acceda a su petición.
Nador, en verdad, como suelen señalar las guías turísticas es una extensa ciudad sin demasiado atractivo. Únicamente merece algo la pena la plaza principal presidida por un pintoresco mercado. Pese a la visita real, nos sorprendió el escaso número de policías por las calles y, en la carretera, la falta de controles; de hecho, en todos nuestros días de recorrido, solo tuvimos uno, entre Guercif y Taourirt: un mero trámite.
Nos dirigimos hacia Alhucemas, dispuestos a atravesar de este a oeste el Rif- como dije, la región más deprimida de Marruecos, aunque en árabe, por contraste, la palabra signifique “país cultivado y fértil al borde del desierto”- y a ascender la “ruta de las cuestas”, por una carretera que nos recordó, en parte, las de las Alpujarras. Al atravesar aquellas tierras, nos vino inevitablemente a la memoria la cantidad de sangre española derramada a principios del pasado siglo en la guerra del Rif. Los nombres de Annual, Abarrán, Igueriben, Barranco del Lobo... constituyen una desgraciada toponimia en nuestra historia. Salvo honrosas excepciones, los oficiales españoles de la época, que tanta influencia terminarían teniendo en la historia de ese siglo, eran individuos irreflexivos y profundamente ignorantes de la ciencia militar, que mandaban, como escribió Arturo Barea en La ruta, a una masa de pobres campesinos analfabetos.
Pese a que Romanones –uno de los grandes beneficiados económicamente con el conflicto- llegó a decir que los moros disparaban con “balas de algodón”, las bajas sufridas por los españoles, según las estimaciones más fiables, fueron unas 10000; los rifeños, solo unos centenares. (El ejército del general Fernández Silvestre tenía cerca de 15000 hombres; el enemigo, poco más de 4000). El nefasto rey Alfonso XIII, el Narizotas, mientras tanto, se refrescaba en el Cantábrico o estaba de montería en Doñana; y por cierto, a propósito del rescate pagado a los rifeños por los soldados apresados en Monte Arruit –rescate que se negó a pagar el Gobierno y desembolsó el empresario vasco Horacio Echevarrieta: cuatro millones de pesetas- comentó al conocer la cifra lo cara que estaba la “carne de gallina”.Y, con respecto a lo dicho por Romanones, cuando tiempo después una de esas balas mató a su hijo, el alcohol, para celebrarlo, corrió aquel día a raudales entre los soldados.
Cabe aquí recordar que a esta guerra, hasta que tras los acontecimientos de Annual surgieran las protestas por este privilegio, no iban los llamados soldados de cuota (o cuotas): quintos pudientes que, a cambio de una exacción regulada en la ley, se libraban del servicio militar o lo hacían en condiciones más favorables dentro de la península. En la historia de la literatura española hay un ciclo sobre este conflicto con Marruecos en el que destacan tres novelas: Imán, de Ramón J. Sender, la ya citada La ruta (segunda parte de la trilogía autobiográfica La forja de un rebelde, de Arturo Barea y El blocao, de José Díaz Fernández; y, referente a este último asunto: La tragedia del cuota (Una escuela de ciudadanos), de Francisco Hernández Mir. Unamuno, como la mayor parte de los intelectuales de la época, contrario a este conflicto –al que llamó “Cruzada de la pordiosería”-, también escribió el poema “Salutación a los rifeños”:
Es nuestra fe una misma,
fe en la vida inmortal
de la conciencia,
esta fe que agoniza
bajo la pesadumbre de la ciencia
entre esos pueblos de
avaricia y lujo…
Tras cruzar Zeluán, Monte Arruit, Tistutin, Dríus, Ben-Tieb, Tarfesit y Midar nos dispusimos a ascender una cadena de puertos presididos por el Kech-Kech, un pico de 1600 metros. Cuando coronamos el último, una visión espectacular se ofreció a nuestros ojos: el valle del río Nekor. En este, estrecho y encajonado entre las montañas del Rif central, se encontraban algunas de las tierras fértiles que sirvieron para proveer de alimentos a los sublevados contra España. Y en la bahía donde desemboca el río: Axdir, capital de la efímera República del Rif, pueblo natal y cuartel general de Abdelkrim.
Era inevitable su nombre: Fue un rifeño de buena familia, que cursó estudios coránicos en Fez, colaboró durante varios años en El Telegrama del Rif y trabajó para la Oficina de Asuntos Indígenas de Melilla. Su padre, un prestigioso cadí (juez), fue durante muchos años amigo de los españoles hasta que se convenció de que no podía seguir apoyándolos en sus planes de conquista militar. Después de sufrir prisión en Melilla por sus ideas independentistas y de quedarse cojo a causa de un frustrado intento de fuga, Abdelkrim, junto con su familia, se sublevó contra las autoridades del Protectorado. A la muerte de aquel le sucedió como jefe de la tribu de los Beni-Urriaguel y recorrió las montañas buscando apoyo para la rebelión. Junto a su hermano Mehamed, que hasta poco antes había estado residiendo en Madrid, donde preparaba el ingreso en la Escuela de Ingenieros de Minas, organizó una harca que sería el embrión del futuro ejército rifeño. Indalecio Prieto lo llamó “el más formidable de nuestros enemigos”.
Pasada Alhucemas –la antigua Villa Sanjurjo, llamada así en honor de uno de los generales (posterior marqués del Rif) que dirigieron el tenido como primer desembarco anfibio moderno-, apreciada ciudad de vacaciones para el turismo interior marroquí, proseguimos nuestra ruta, que se hizo más complicada por lo escarpado del terreno, lo sinuoso de la carretera y, a trechos, el mal estado del firme. Nuestro próximo destino era Targuist.
(Volviendo al desembarco de Alhucemas, en el que ostentó el mando supremo el general Primo de Rivera, según Luis Villalonga, Ángel Viñas, Juan Pando y otros historiadores, pese a estar ya prohibidas, se utilizaron armas químicas, sobre todo, iperita o gas mostaza. No era nada nuevo: el ejército español ya venía empleándolas en el Rif desde 1921. Sender, en Imán, narra los efectos de los gases tóxicos en las tropas españolas; muchos soldados, según el historiador británico Sebastian Balfour, perecieron por acceder precipitadamente a territorios recién bombardeados antes de que se disipasen los mortíferos efectos del gas. Villalonga, en su Historia de la guerra química, dice también que durante el desembarco se bombardearon son iperita diversos objetivos del interior para facilitar este, pero al cambiar la dirección del viento la nube se volvió contra los españoles, que sufrieron los efectos del gas. Los rifeños, por su parte, según asegura, intentaron también con gran empeño utilizar agentes químicos, pero no los consiguieron al ser engañados por los vendedores.
Igualmente, durante las revueltas rifeñas (1956-1958), a las que después me referiré, el régimen marroquí también las utilizó masivamente y bombardeó con napalm; aunque no se pueda establecer certeramente la causa, el alto índice de cánceres de todo tipo que desde la guerra se vienen dando en la zona –la mitad, según el investigador y médico Abdelouaed Tedmouri, de los que se detectan en todo el país- no parece en modo alguno ajeno a este uso).