Categorías: Opinión

Crónicas agosteñas (III)

Domingo. Suena el teléfono a primera hora de la mañana. Me requiere un amigo. Le acaban de robar en su domicilio. De regreso de comisaría, donde acaba de denunciar el hecho, el hombre no sale aún de su asombro. Agente de la autoridad por más señas, al parecer, nada más abandonar de su casa, pasadas las seis de la mañana para incorporarse al servicio, el caco de turno, uno de los muchísimos que alegremente pululan por toda la ciudad, debió haber advertido su salida para adentrase de inmediato en el domicilio de su víctima.
El ladrón, percatado de que la persiana del balcón estaba levantada un par de cuartas para posibilitar una corriente de aire fresco, accedió por él a la vivienda, de la que salió después por el mismo sitio con el botín. Hablamos de un primer piso de una calle céntrica como es la de Teniente Arrabal.
Lo peor no fueron  los 500 euros, los relojes, las joyas o cuantos utensilios de valor encontró el caco a mano, sino el estado de ansiedad de la señora de mi amigo, del que aún no ha logrado sobreponerse, sabedora de que el ladrón o los ladrones habían hurgado por todo el piso sin el mínimo temor mientras ella permanecía dormida. ¿Qué podría haberle sucedido si, ante los inevitables ruidos, se hubiera despertado en ese momento?
¿Y ahora qué? Pues a enrejar balcón y ventanas, aún tratándose, insisto, de un primer piso. A seguir tejiendo ese paisaje urbano de rejas y barrotes que a tantos ciudadanos les hace vivir con esa incómoda sensación carcelaria cada vez que miran a través de las ventanas de sus viviendas. A sufrirla y a costearse el remedio adecuado para proteger su seguridad. La que los gobiernos son incapaces de garantizarnos, siquiera en la mínima medida. Y no hablemos ya si tenemos la desgracia que los ‘ocupas’ invadan nuestra propiedad, otra seria problemática de la seguridad ciudadana de esta ciudad.
Este caluroso verano está siendo pródigo en atentados contra la propiedad. Lo viene denunciando la asociación vecinal del centro y así lo recogen también las informaciones de este diario. Y ojala no hayan vuelto los ‘hombres araña’, como en el caso que les cuento, que ya tenemos bastante con los asaltos domiciliarios o los callejeros, al tiempo que se prodigan cada vez más los robos en los comercios, especialmente en pleno centro y a la luz del día. ¿Qué está pasando en esta ciudad? ¿Hasta cuándo deberemos los ceutíes seguir soportando una situación que nos viene de lejos, sí, pero que, especialmente este verano, parece subir de intensidad?
Que la mayoría de los autores de esta oleada de robos sean marroquíes, parece evidente. Muchos de los detenidos son reincidentes. Acostumbrados a la dureza de la justicia y de las cárceles de su país, su miedo a delinquir en España es mínimo. Ni nuestro sistema jurídico, generosamente garantista, ni la preocupación de ingresar en una digna prisión como las nuestras, apenas es un freno para sus fechorías. Menos aún si se les conmuta su pena con la prohibición de acceso al territorio nacional por equis tiempo, que en tantísimos casos vulneran después. Ahí está la problemática.
Agosto, por otra parte, se nos viene mostrando como un mes pródigo en la mendicidad callejera. Procedente también de Marruecos, la presencia de menesterosos es continua y, por lo general, en los mismos lugares.
Otro viejo problema con raíz foránea, y que, como ya ha ocurrió en ciertas ocasiones algún medio, malintencionadamente o por ignorancia, nos puede arrojar en cualquier momento a la cara. No hay que irse a la periferia para encontrarlos. En pleno Rebellín, en Real o Antioco o en la misma plaza de los Reyes, cuando no alrededor de las terrazas, mendigos y mendigas parecen formar parte consustancial con el paisaje urbano ceutí. Suelen ser siempre los mismos, mientras la autoridad competente parece ajena al problema.
Lo mismo que sucede en la estación marítima, donde también acude alguna que otra pedigüeña en torno a las taquillas de las navieras. Pero sobre todo las habituales vendedoras de abalorios que, desde hace años, parecen haberse asentado en el lugar, abordando con insistencia a los viajeros con sus souvenirs. ¿Acaso no las ven los agentes portuarios? Una mala imagen para nuestros visitantes cuando entran o salen de la ciudad, y que, como me comenta un empleado de una agencia de viajes, difícilmente podría verse en una estación como ésta  en el vecino país.
Viejos problemas, sí, y ninguna solución.

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