Calificada como “novela sentimental”, esta Crónica del amor mutado en piedra es la primera novela de Carlos María Maínez (Arcos de la Frontera -Cádiz-, 1961), ya conocido como poeta, narrador, crítico literario y ensayista. En efecto, el amor envuelve de principio a fin esta obra dividida en cinco partes, en cada una de las cuales se alternan voces narrativas en primera y en tercera persona.
Pero ¿cómo entienden el amor -y, en general, los sentimientos- los personajes de esta novela? ¿Es posible definirlo o, más aún, interpretar adecuadamente los diversos planteamientos de cada uno de ellos? Se trata de preguntas que cada lector deberá responder -responderse- a medida que se sumerge en la narración; una narración que, en gran medida, gira en torno a Irene de Lezo y a la autoexploración de sus sentimientos, a la exposición de sus reflexiones personales sobre sí misma pero también sobre sus amigos y amigas, un grupo heterogéneo de jóvenes en torno a los treinta años cuyas andanzas transcurren principalmente por el Madrid de la última década del pasado siglo.
La simplificación de estas últimas líneas como resumen apresurado de esta novela no pretende abarcar, obviamente, su evidente complejidad: la relación de amistad entre todos ellos en modo alguno se corresponde con la personalidad de cada uno ni con sus respectivos intereses; tampoco la complicidad que los une -e incluso la relación amorosa que mantienen algunos- se corresponde con la realidad de sus vidas, una realidad que a menudo se ocultan unos a otros. Sus confidencias no son tan sinceras como cabría esperar de la amistad que se profesan: de hecho (y gracias a la función de ciertos narradores y al diálogo entre algunos personajes), los lectores iremos conociendo algunos de sus secretos antes que los propios interesados.
Los sentimientos, en fin, siempre son complicados y su traslación a esta obra no está, lógicamente, exenta de peculiaridades: estos personajes intenten sustraerse a menudo a las convenciones para proclamar una visión original, incluso desafiante, de su manera de entender la vida.
Pero a mi juicio, la mayor complejidad de esta novela -también su mayor atractivo- reside en el alto grado de expresividad lingüística con que está elaborada: en gran medida, la narración (sobre todo en las partes que corresponden a un narrador en primera persona) nos remite al movimiento conocido como “corriente de conciencia”, tan utilizado sobre todo en la novela de comienzos del siglo XX, a esos monólogos interiores en los que fluyen de manera desordenada pensamientos y/o sensaciones diversas: lo observamos prácticamente en las intervenciones de todos los personajes como mecanismos que revelan sus planteamientos y actitudes rebeldes contra las convenciones más asentadas, pero de una manera muy especial en la protagonista, Irene, dotada de una peculiar capacidad para crear poesía (a partir de ideas que ella apunta en su inseparable bloc de notas). En su caso, además, son frecuentes las observaciones salpicadas de referencias literarias, cinematográficas, musicales, religiosas… todo un complejo mundo que nos remite también a la novela culturalista.
No es fácil la lectura de esta novela, pero merece la pena sumergirse en sus abundantes reflexiones, en sus rasgos de humor (la ironía, incluso el más ácido sarcasmo, se nos cruzan en cualquier renglón), sus imágenes (y la observación de que son precisamente eso: figuras literarias). Y en los interrogantes sobre la vida humana, sobre la diversidad, la densidad y la complejidad de los sentimientos…
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