Opinión

La creciente militarización ante las convulsiones latinoamericanas

Tras la finalización de la Guerra Fría (1947-1991) y una extensa etapa de afianzamiento del modelo neoliberal en torno a la aldea global, América Latina se ha venido convirtiendo en un espacio donde se traslucen las mayores objeciones de este patrón. Un combinado entre desarrollo económico y ensanchamiento comercial. O séase, desigualdad y elevadas cotas de violencia. Por lo tanto, referirse a un proceso progresivo de militarización, es exponer el escenario sociopolítico que subyace, más aún cuando este continente lleva a remolque una resonancia dañina en cuanto a su estabilidad y seguridad.
En Latinoamérica se está gestando una carrera de transformación política respecto a su pasado más reciente. Tal es así, que es la zona en la que se originan más vaivenes de regímenes conservadores y dictaduras militares hacia democracias más representativas. Tómense como ejemplos los casos concretos de países como Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Venezuela y Uruguay, donde se han reconocido saltos políticos cualitativos de verdadera transformación social, desencadenados por importantes movilizaciones populares que han despejado procesos políticos democráticos con aportación de la ciudadanía. Sin duda, progresos que abren las expectativas a vencer la pobreza en la que se encontraban sumidos estos estados.
Sobraría mencionar en el prólogo de esta disertación que América Latina y el Caribe conforman una extensión depositaria de recursos naturales de enorme valor, evidentemente, deseables para la mejora económica de actores con gran atribución comercial e industrial como son Estados Unidos y China.
Demarcaciones que compiten en la comarca, la primera, por perdurar tras un talente secular y la segunda, que brega por irrumpir en la misma. Ambas y desde distintas configuraciones, contemplan a Latinoamérica como un territorio crucial a controlar para desplegar sus acciones y donde la bipolaridad del período de la Guerra Fría dio paso a una supuesta multipolaridad en las conexiones internacionales.
Algunos datos sucintos que ayuden a clarificar el contexto desgranado, América Latina y el Caribe con el 12% de la superficie terrestre en su conjunto y el 8% de la urbe mundial, aglutinan aproximadamente el 27% del agua dulce del planeta, aunque poco más o menos, un tercio de los habitantes del territorio está todavía falto de acceso al agua potable y una proporción cercana no cuenta en pleno siglo XXI con servicios de alcantarillado y desagüe de agua potable.
Al mismo tiempo, se encuentra el 11% de las reservas mundiales de petróleo y se obtiene cerca del 15% del crudo que se extrae. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la región abarca el 40% de las especies vegetales y animales y también se valora ser acreedora de la más alta biodiversidad en flora y fauna.
A pesar de que en nuestros días estos recursos no son tanteados como un propósito prioritario por las grandes potencias, quienes advierten especialmente en esta región un productor de manufacturas y un opulento mercado de millones de consumidores, sí que han distinguido este departamento como fundamental para su política exterior.
En este paisaje irresoluto al otro lado de las aguas atlánticas, la manifestación de adquisiciones monumentales de armamento con una ampliación apabullante del 150% en los últimos trechos, así como el incremento elocuente de la cantidad de integrantes militares o los movimientos y ejercicios de maniobras entre otras de las muchas muestras de los visos de la militarización, han forjado una veta de fluctuaciones e inquietudes, aun no apareciendo a nivel regional colisiones o conflictos.
Obviamente, la ostensible dominación de los Estados Unidos de América en la zona, ha dado origen a la disposición de otros actores emergentes como China, Rusia o Brasil, que fusionado a los procesos de unidad regional entre gobiernos secundados en movimientos populares democratizadores, dejan entrever un curso de mayor multilateralismo, así como más solidez macroeconómica y de buena actuación del comercio exterior. Pero, a su vez, se perpetúan numerosas dificultades apuntaladas en componentes estructurales que dificultan a más no poder el estirón económico y benefician la agravación de la pobreza, como la indebida adjudicación de los ingresos, la corrupción de los funcionarios y la intrusión del personal militar en las cuestiones internas, a lo que se incluye la interposición norteamericana ilimitada.

"La militarización en América Latina destapa del frasco de las esencias el fiasco de las democracias y los expertos vislumbran en ello un ascenso descomedido y exponencial de esta tendencia por el cerco contra las drogas"

Con estos mimbres, al referirme a la militarización dentro del relato latinoamericano, es traer a cuento las incontables operaciones y acometimientos militares realizados por Estados Unidos en casi la totalidad de los estados del continente americano. Como asimismo, del peso en la balanza que los militares han protagonizado en el aspecto político interno mediante golpes de Estado o asentando dictaduras militares. Si bien, como no podía ser de otra manera, la militarización interna que las administraciones plasman y que en los últimos años adquieren proporciones sustanciales.
Esta militarización procede de dos sujetos distintos. Primero, la gravitación exclusiva que los militares aún inyectan en las políticas internas y que supone prerrogativas que los convierte en un recurso efectivo que limita y retiene la política de los gobiernos. Y segundo, desenmascara los presupuestos diseñados de defensa que en los últimos años han crecido de modo acelerado.
Dicho esto, la intensificación del coste militar se ha transcrito en una mejoría de los aparatos de las Fuerzas Armadas y esencialmente, en compras de armamento, hasta el punto, de que América Latina es uno de los lugares dónde llega más armas y pertrechos, que entorpece el avance y abre la vía a presiones y probables laberintos.
De ahí, que una consideración frecuentemente arrinconada y que es aprobada de modo extensivo, es que el instrumento de recursos prescritos al gasto militar es una inversión conveniente en términos de solvencia económica. Me explico: desdichadamente este es un enfoque compartido tanto desde el contorno político conservador, como de la izquierda.
Lo cierto es, que la ocupación del Gobierno en algunos estados de América Latina de influencias sociales de izquierdas con proyectos para enfrentar transformaciones sociales que lidien la pobreza y las divergencias, ha ido seguido de un potente aumento de la inversión militar. Para ello hay que echar un vistazo a estados como Chile, Ecuador, Brasil y Venezuela, a diferencia de Uruguay, Bolivia y Paraguay, donde se ha notado con menos incidencia la variable del gasto militar.
La voracidad del renglón militar, valga la redundancia, problematiza la ampliación de la economía productiva, porque causa endeudamiento público que por sí mismo produce inflación. Y del mismo modo, no reproduce ninguna clase de ganancia en las arcas públicas.
Por ende, imposibilita que bienes de capital reservados a la parcela militar resulten al civil, desbaratando la adquisición de economías de escala en la economía productiva. Amén, que estas materias son mayormente sensibles en el calado de los estados no industrializados y debilitados, por un argumento de ‘costes de oportunidad’, puesto que una parte de los recursos que deberían asignarse al desarrollo humano de la población, se aprestan a una esfera ineficaz. Además, como antes he citado, auspicia el desenvolvimiento de potenciales conflictos armados.
Adentrándome brevemente en el entresijo del comercio de armas en América Latina, en el conjunto global de las obtenciones de armas en esta región, significa nada más y nada menos, que el 14% sobre el total. Y de este incremento considerable hay que hacer referencia que en América Central las compras son bastante más comedidas.
Como es sabido, los principales vendedores y en el fondo los remitentes de armas son Estados Unidos, a los que le sigue la Unión Europea (UE), Rusia y China. Y examinando por encima los países receptores de armamento, se hace constar que Estados Unidos es el principal proveedor de armamento de Brasil, Chile, Argentina, Colombia, Perú y México. En otras palabras: naciones que han sido o son aliados de Estados Unidos.
En contraste, Venezuela, país totalmente contrapuesto a la política exterior estadounidense, se aprovisiona de armas fundamentalmente procedentes de Rusia y en menor número de China. Pese a que a diferencia de Estados Unidos, tanto el gigante asiático como la Unión y Rusia, no esconden suspicacias ideológicas y exportan armas al resto de estados de la zona por igual, sin distinguir los criterios políticos.
A resultas de todo ello, en la UE existe un Código de Conducta que codifica los envíos de armas y que se compone de ocho medidas que prefijan el protocolo de conceder o no las remesas de armas a territorios cuando confluyen en éstos conflagraciones, incumplimientos de los derechos humanos, así como un elevado riesgo de desestabilización interna o de militarismo.
Este reglamento tuvo su secuencia en la admisión de una ‘posición común’, una fórmula que sistematiza el comercio de armas occidentales, pero que deja a merced de los estados miembros la administración de la política comunitaria de inspección de las exportaciones de armamento. Como ejemplo perceptible, se han exportado armas a Colombia, nación que amasa el caldo de cultivo para apear la venta de armas, puesto que persiste un conflicto interno con pequeños focos de guerra civil que enfrenta al estado con círculos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), al igual que se observan serios atropellos de los derechos humanos por las partes desafiadas y grupos paramilitares, una aguda progresión de militarización y el avispero de una desestabilización regional con relación a Ecuador y Venezuela.
Igualmente, las ventas de armas a Venezuela son improcedentes por el motivo de que obtiene grandes sumas de armamento que configura, de facto, una militarización social, y porque este país como Colombia, arrastran incontrastables rupturas políticas que han supuesto una carrera armamentística en toda regla.
Entre los numerosos y diversos indicadores que pueden analizarse para limar cualquier aspereza de militarización y aquellos que plantean un vislumbre de la violencia personal y la vulnerabilidad interna que padecen los individuos en América Latina, lo concretan abreviadamente:
Primero, los registros de estados fallidos que evalúa la facultad de las administraciones para ofrecer seguridad interior y exterior a sus ciudadanos; segundo, los índices de paz global que lo compara aplicando indicadores de militarismo asociados con muestras de desarrollo; tercero, señal de apreciación de la corrupción que verifica la depravación interna de los países, tanto de las entidades privadas como de los organismos públicos; cuarto, el rango de los derechos humanos mediante las violaciones de los mismos en el interior de los estados; quinto, el indicio de conflictos armados que revela los inconvenientes reinantes, la persistencia y las víctimas que apareja, como los desplazados internos de la población; y sexto, el grado de arbitrariedad con que intervienen los asaltantes, bandas y mafias de delincuencia organizada.
A su vez, para precisar con rigor la acentuación de la militarización, los analistas se inclinan por indicadores manejados por otros organismos como la inversión militar, la comercialización de armamento, la cifra de las Fuerzas Armadas estatales por habitantes y las no estatales. Teniendo en cuenta la notoria supremacía militar de Estados Unidos en la vertiente económica, se ha venido cimentando otro bloque de estados emergentes que coaccionan la hegemonía y el control del orden mundial por parte del coloso estadounidense. Indiscutiblemente, América Latina no da la espalda a esta suerte de reordenamiento comercial.
Así, este reordenamiento se ha moldeado tras la acrobacia de China como superpotencia comercial; al igual que Brasil, como gran operario de manufacturas y cabeza regional; e India, como gran consumidor y mercado emergente; y como no, Rusia, aún con su incontestable omnipotencia militar y energética y la guerra que mantiene con Ucrania. Sin soslayar, que este impulso económico va cogido de la mano de una ramificación en la capacidad militar de estos actores.
Ligados, los estados antes nombrados totalizan el 15% del gasto militar general y proyectan un posicionamiento primordial de las economías y de sus vínculos políticos con el exterior. Simultáneamente, estas fuerzas a modo de potencias, con China al frente, han ampliado copiosamente su auge militar y la demanda de su armamento con los estados de Latinoamérica. Un modelo de ello delata las ventas de Rusia a Venezuela, las compraventas de Brasil con Ecuador y Colombia, o el pausado, pero pronunciado ascenso de la cooperación militar de China con Venezuela, Perú y Bolivia.
Toda vez, que aun no ensamblando una fuerza concéntrica que rivalice con la preponderancia de Estados Unidos, en el continente americano es incuestionable que en la indagación de recursos energéticos y materias primas, estas naciones agigantan su representación política y económica.
Previsiblemente, exploran unas conexiones más harmónicas con las distintas administraciones pero, sobre todo, se erigen en equilibradoras de la superioridad todavía irrebatible de Estados Unidos.
Tal vez, el conflicto más ambicioso que podría perturbar la región emana de Colombia, por la aludida competición con Venezuela y en menor margen, con Ecuador. Pero, sobre todo, por el protagonismo de Estados Unidos por medio de las bases e instalaciones militares que posee. Según expuso literalmente un documento oficial del Departamento de la Fuerza Aérea del Departamento de Defensa de Estados Unidos, le “garantiza llevar a cabo operaciones en el espectro completo de América del Sur”.

"Las derivaciones demoledoras del trazado político, económico y cultural que se concatenan, se integran con las secuelas sociales del neoliberalismo"

Esto corrobora las conjeturas resueltas por los Gobiernos de Venezuela y Ecuador, sobre un pacto que juzgaba una provocación a su soberanía y que vendría a acrecentar las diversas rigideces presentes entre Colombia y los países antes señalados, tras los movimientos ejecutados por el ejército colombiano, o las inculpaciones del entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez (1952-71 años), a la dirección del entonces presidente Hugo Chávez Frías (1954-2013), de posibilitar apoyo y armamento a las guerrillas que conspiraban dentro de Colombia.
Recuérdese el tratado bilateral de 2010 entre Estados Unidos y Perú, mediante el que se autorizaba el acceso de la IV Flota estadounidense en los puertos peruanos. Aquí radica una de las amenazas: que todo se comprima a un agravamiento de la militarización en la zona. O lo que es igual, mayor cupo de armas, más empaque y libertad de acción para las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en Perú y Colombia.
Tales vicisitudes pueden ser únicamente contempladas por los estados más contiguos como una intromisión en materias regionales y una agresión, puesto que desde las infraestructuras colombianas y los puertos peruanos, el Pentágono no sólo supeditaría a inspección el narcotráfico y un presumible terrorismo, sino de la misma manera, toda la región, convirtiéndose en una advertencia para la seguridad de Bolivia, Ecuador y Venezuela, los estados más discrepantes a la política exterior americana.
La paz, sin más, no se alcanza aislando el riesgo de una deflagración de conflictos bélicos, sino también aplacando las violencias culturales y estructurales. Estos ímpetus alimentan en América Latina un fuerte arraigo y sentencian a las urbes del continente a la pobreza. Los amagos que sostienen los territorios de la región latinoamericana, radican en la carencia de seguridad humana, fruto de la postergación en el desarrollo humano con destellos a los mínimos de escolarización y sanidad, que unidos con los índices referidos de corrupción, violencias internas y exigua defensa de los derechos humanos, encasillan este marco en una realidad de inseguridad constante.
Si a dichos déficits se yuxtaponen las cuantías de un militarismo interno que asciende de manera apresurada, puede aseverarse que América Latina experimenta un entorno social bastante espinoso.
Llegados hasta aquí, no deja de chocar que los costes en materia de defensa sean tan altos, mientras se desatienden otros espacios de atracción pública y que continúen omitiéndose los orígenes de inseguridad en la zona, como la multiplicación de grupos que se aprovechan del contexto de militarización. Para encarar las diferencias en América Latina se requieren recursos. Y consagrar una parte significativa de las economías al goteo armamentístico, es dilapidar y avivar un militarismo que transita en detrimento del irremisible desarrollo humano. A la vez, puede provocar enemistades y empujar a innumerables conflictos.
Por el contrario, la disminución de los presupuestos militares, como el recorte de las adquisiciones de armas y de las Fuerzas Armadas, influiría en reducir las tensiones y asentar recetas de confianza entre los estados de la comarca. A ciencia cierta, al valorar las debilidades y fortalezas, es viable compartir la seguridad haciendo que sea mucho más asequible que armarse hasta los dientes.
En definitiva, es ahuyentar el trance de los conflictos, liberar recursos para el progreso humano de la población y contribuir en el reajuste de las desproporciones para conquistar una sociedad más equilibrada.
En consecuencia, los procesos de militarización que América Latina digiere, no suceden de modo distante, sino que se libran en el plantel contraproducente de los diversos formatos de una crisis de signo civilizatorio. Las derivaciones demoledoras del trazado político, económico y cultural que se concatenan, se integran con las secuelas sociales del neoliberalismo, pero en la que ha sido demandante el llamamiento de contendientes internos para que los países acometan misiones belicosas e implacables contra sus ciudadanos.
Además de ello, por lo que simboliza para Estados Unidos en términos geoestratégicos, ha sido un escenario de experimento para la culminación de diversas variantes de la guerra irregular, en las que se introduce la movilización contra las drogas y la campaña contrainsurgente. Esto ha viabilizado la injerencia de las Fuerzas de Operaciones Especiales estadounidenses, incluso antes de que en los inicios del siglo XXI este prototipo de acercamientos se extendieran con posterioridad a la proyección de las operaciones bélicas en Oriente Próximo.
Pero por encima de todo, la caracterización distintiva del militarismo y la militarización con las instituciones castrenses de los países de América Latina, nos permite dar cuenta del modus operandi que perdura en diversos situaciones y demarcaciones de la zona. Quedando condicionados los puntos de vista que explican la práctica de acudir a los cuerpos militares, al objeto del desenredo de altercados y forcejeos en torno a la normalidad pública, o proteger las condiciones mínimas de seguridad ante una inminencia del orden instituido. Tampoco dispensa de manera particular ni concluyente a la causa la aceptación de modelos, nociones, teorías o procedimientos en labores de naturaleza civil, entre ellas, la seguridad pública.
Igualmente, resulta complejo limitar la estimación del gasto en armamento, como la proporción o integridad de personal de los países destinados a menesteres militares, o la ampliación y sofisticación de las instalaciones y servicios básicos y el avituallamiento de las instituciones castrenses.
Finalmente, la militarización en América Latina destapa del frasco de las esencias el fiasco de las democracias y los expertos vislumbran en ello un ascenso descomedido y exponencial de esta tendencia por el cerco contra las drogas. Y en vista de la recesión democrática imperante, no es posible darnos el lujo de desdeñar la militarización gradual de las sociedades latinoamericanas, que justamente encaja con algunas predisposiciones intransigentes en otros lugares del globo.

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