La consecuencia más perniciosa de cuantas provoca una mayoría absoluta prolongada, es la pérdida de referencias en todos los órdenes que conforman la vida pública. Así se gesta lo que se denomina en el ámbito de la teoría política un régimen. La costumbre de gestionar un poder ilimitado, acompañada de la incesante adulación omnímoda, termina por abolir principios (innecesarios), prescindir de la ley (inconveniente) y despreciar, cuando no castigar, opiniones ajenas (futilidades). La voluntad del gobernante se convierte en la única verdad oficial suplantando al conjunto de la sociedad.
Esta derivación patológica de la democracia es la que venimos padeciendo en la Ceuta sometida al régimen de Vivas. Hemos llegado a asumir con pasmosa naturalidad las mayores atrocidades imaginables por el mero hecho de ser avaladas por el Presidente. Una amplísima mayoría de ciudadanos, despojados del más elemental espíritu crítico, interpreta las acciones del Gobierno en clave mística: todo lo que hace, o dice, el Presidente, siempre exento de responsabilidad, es correcto por definición. Las voces disidentes son tratadas como enemigos indeseables.
Este contexto es el que explica que hayamos llegado a una situación de crack económico en el Ayuntamiento, aplaudido y vitoreado por una ciudadanía inconteniblemente feliz al comprobar cómo la deidad nos conducía a la ruina en una surrealista versión del famoso cuento de las ratas y el flautista. Porque, lo que ahora está sucediendo no es fruto de una situación imprevista o de la crisis económica, sino la consecuencia de una política irresponsable, injusta y manirrota que ha tenido, como única finalidad, cultivar la imagen pública del Presidente y comprar votos a precio de oro. Quienes hemos venido advirtiendo y denunciando a la opinión sobre esta cuestión, hemos sido objeto de una permanente descalificación.
La amenaza que se cierne sobre la estructura financiera del ayuntamiento es la práctica imposibilidad de hacer frente a un volumen de deuda descomunal. No en vano, Ceuta ocupa el primer lugar en la clasificación de deuda bancaria por habitante (la segunda, que es Madrid, tiene la mitad de deuda). A este inquietante dato hay que añadir la deuda comercial (incluyendo la contraída ilegalmente) que ha alcanzado niveles insoportables. Para ello han contado con la inestimable complicidad de los empresarios que, temerosos de las represalias y conscientes de que era impensable un cambio de gobierno, aceptaban sumisamente los impagos.
El Presidente ha sido incapaz de poner freno a una portentosa máquina de gastar, entre otras cosas, porque ésta es una de las claves de su éxito. Siempre había una obra, un contrato, una subvención o un puesto de trabajo con el que dar satisfacción al demandante a cambio de fidelidad electoral eterna. Ahora las deudas afloran y aprietan, los ingresos descienden y el crédito se antoja imposible. No se puede pagar lo que se debe y mantener funcionando la institución al mismo ritmo. Así que lo mejor es mentir. Ocultar información. Pero sobre todo, se afanan en pergeñar una coartada lo más creíble posible que les permita no asumir sus incuestionables responsabilidades. La crisis es la excusa perfecta. El Presidente pretende que entre los ciudadanos y los empleados públicos financien resignadamente y en silencio su impúdica campaña electoral de una década de duración. Esta infame maniobra exculpatoria se remata acusando a los grupos de la oposición de deslealtad y de falta de colaboración.
Evidentemente, el ayuntamiento seguirá funcionando y siendo una pieza fundamental del sistema económico local. Irremediablemente habrá que asumir el pasado. A partir, de ahí, se hace perentorio reorientar el gasto público, reorganizar los servicios, reordenar las competencias y restablecer las prioridades. Sería más que deseable que esta profunda revisión de nuestra institución por excelencia contara con el consenso social y político más amplio posible. Pero, previamente, el Gobierno debe ofrecer a la ciudadanía una explicación sincera y convincente de los hechos. Los ciudadanos deben saber por qué una obra presupuestada en veinticuatro millones ha terminando costando setenta (Manzana del Revellín), o por qué se ha hecho una obra innecesaria por valor de veinticinco millones (campus universitario), o por qué una parte de la ciudadanía disfruta de aparcamientos vigilados gratuitos pagados por todos a precio de oro (veinticuatro millones), o por qué se han levantado las mismas calles hasta en cuatro ocasiones. Existe un inventario infinito de atentados a la ética del gasto público. Tanto desafuero no se puede saldar con la impunidad más absoluta. Primero, responsabilidades; después, soluciones.