Las gaviotas andan retozando en pos de los soniquetes carnavaleros, estáticas y pletóricas en los cielos. Ellos, los que nos chulean desde los altares que levantamos con nuestras manos votadas, siguen en lo suyo, que no sabemos bien qué es.
Pero ahí están, como nuestros hijos, calentándonos la cabeza, mareándonos el sentido y quebrándonos el sueño. El país sigue porque es lo normal, como nosotros, reales espíritus que hemos comido incienso y mirra y se nos pasó el oro, porque no entraba en la ecuación ganar. Alternamos el cuerpo en disgustos y pocas risas, que no nos hemos arreglado los dientes lo suficiente para marcar con ellos el paso. Se nos han quemado las ganas, nos hemos agotado con ellas, porque el oxigeno que esnifábamos se nos enturbió, con los años, las quejas y los llantos, sorbido por las mucosas del alma. Seguimos siendo los mismos que íbamos al colegio con resignación, más viejos, mucho más pellejos y ojeras de las noche en que el sueño nos abandona y sólo deja intrigas. Son las musarañas del desasosiego las que nos abundan, las que nos hacen grande la caja de las vivencias, las emociones compartidas y el deseo de cambiar. Pero aún así, seguimos incólumes, inalterables, como el vuelo de ellas, defecadoras inagotables, incansables en ardiles de corrientes que no vemos porque son etéreas como el arte de volar. Nos pesan los pies en el suelo, al caminar. Nos duelen las manos de agarrarnos las yemas, proque siempre fuimos palmeros de pocos compases, ajustado el presupuesto con el verbo amar. Penamos condena de ser iguales a la normalidad, porque la normalidad apesta y nos contamina y nos ciega. Un paso, otro y otro más. Una página, otra y otra más, de un periódico que nos llama, una noticia que nos encadena unas silabas, un párrafo y un titular, que quizás se hará cuento o morirá en el intento, que es la no publicación o el ser inédito en el país de Peter Pan. Es dificil la aventura de vivir encadenado a los huesos, músculos estrábicos de narices aplastadas y lerdas, hocico de mono astuto y pocas luces, las que gastamos cada mañana en llevar a los nuestros al aviadero que es la vida, encañonándolos para que nos quieran, para que divaguen a nuestro lado y sobre todo para que no nos maten de cotidianidad. Cotidianidad que no nos imprime carácter sino que nos hace débiles, efímeros y asustados cuerpos, que perecen en la mascarada de la teatralidad de un escenario y un papel que te aprendes a las mil maravillas, porque es el único que te darán. Pobre figurante de tres al cuarto con tu única frase por bandera. Lo mismo las gaviotas lo ven todo oteando la lejanía de una Bahía acabada por la azulina de un mar embestido por las olas, las marejadas y el levante. Una bahía que traga voluntades, carne morena y osamentas que se encadenan a músculos y hocicos asustados, aulladores de esperanzas. Mueren niños sepultados en indiferencia, niños que no han nacido aún, que no han sido ni concebidos, porque los violadores enmascarados, aún no han predicado su mensaje de odio, racismo y singularidades. Aún no se han hecho los pactos, más que en las bolsas internacionales, aún no se han bordado los tapices que verás en sus espaldas, a pie de foto, enmarcando los acuerdos, con flashes acusadores a la menor arruga. Aún podríamos estar a tiempos, pero la frase única que nos dieron fue un “sí quiero” y nos encapsula y mata a cotidianidades disolutas, encadenatorias de músculos y huesos, con pasos y páginas arrastrados por los sucesos.
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