Casi de hurtadillas, la tradicional verbena de agosto ha vuelto a ser realidad. Como siempre, los primeros en asomarse han sido las gentes del turrón, con sus enormes escaparates abiertos, despertando la gula hasta de los diabéticos. Este año los puestos han sido alineados algo lejos del bullicio ferial y eso, dicen, repercute en las ventas.
También, como es tradicional, serán los turroneros los últimos en recoger los bártulos e irse.
La Marina está en obras. Lo complica todo, especialmente el tráfico. Y es que lo que se hizo mal en su momento (los aparcamientos subterráneos se anegaban hasta cuando los inquilinos de la Casa de Trujillo regaban sus macetas), ahora pretenden remediarlo y, de paso, transformar el paseo ceutí en otra M-30. Cosas de la Consejería de Fomento, siempre tan imaginativa. Que nos cojan confesados cuando quieran poner en marcha ese PGOU, tan inoportunamente presentado en sociedad.
La Feria, aún cuando no la pisemos, nos emborracha con sus olores: los que proceden de llevar al fuego las carnes aliñadas a la manera rifeña; las de los vinos peleones; el de los azúcares quemados de los algodones y garrapiñadas, etc.
Todos ascienden desde el real para mezclarse con los humos de los aceites refritos de las churrerías, sin olvidar los más aromáticos: los que se desprenden de los ríos de meadas que se concentran en los accesos escalonados o en apartados arriates. Todo eso, también es la fiesta. Quien lo haya experimentado en sus canales olfativos, admitirá que tanta “fragancia”, no sólo nos amuerma, sino que nos hace levitar y conducirnos a paraísos artificiales, los mismos que los camellos de turno te ofrecerán por unos pocos euros (precio de crisis), envueltos en papelinas plegadas, como los viejos sobrecitos de azafrán.
De ahí mi agradecimiento a los dioses, porque todo aquello a lo que hasta hace poco tiempo le daba cierto valor en estas fiestas, dejó de atraerme. Lejos quedan los días cuando, como abuelo, me convertía en cochero de mi nieta y con ella atravesaba, a diario, una feria mañanera desierta, de artefactos inmovilizados, altavoces mudos y chochonas ocultas. Sólo se oían los canturreos de los que intentaban retirar a manguerazos de zotal, las vomitaduras nocturnas. ¡Qué delicia, por extraña, una feria de silencio, envuelta en lonas!; y qué felicidad ahora por ni siquiera querer acercarme a lo que más me atraía: esos tenderetes, reminiscencias de la vieja “Buarrakía” tangerina, aquí transformada en desordenados montículos de bolsos y zapatos, procedentes de las naves del Tarajal. Toda una mercadería apestando a “glamour” de poca monta.
Ignoro las alcabalas que le pone la Asamblea a estas boutiques, pero pienso que hubieran sido dignas de ser filmadas por el equipo de “El Príncipe”, entrando en el paquete de visiones caballas por las que la Consejería de Turismo ha pagado a la productora la cantidad de unos miles de euros. Mucho dinero para repetir esas “postalitas” que ya están en los catálogos de las navieras, sin que hasta el momento haya producido el efecto llamada de esos cien mil hijos de San Luis con los que sueñan nuestros políticos. La marca CEUTA sigue sin aparecer por muchas modistillas, narcos y yihadistas que se asomen en la pequeña pantalla, prueba evidente de que en esa Consejería falta un técnico y no un enciclopedista a lo Diderot, como ese Wert que nos visitó igual que Cristo en Jerusalén: ¡Hosanna! ¡Hosanna!, dicen que gritaba Aróstegui.
Confío en que lo que resta de agosto, quienes gobiernan este pueblo no sorprenda con nuevos misterios gozosos. Uno de ellos ha sido esa noticia relacionada con el baldeo que se hace en la ciudad, todavía no muy clarificado en lo que respecta a los productos químicos que se le agregan al agua. El alarmismo lo ha motivado ese componente que se le echa al agua que, por lo visto no es otro que el que se utiliza con los cadáveres para retrasar el que se descompongan. Desde los medios nos informan que todo han sido rencillas de sindicalistas y que no hay nada que temer. Y es lo que yo digo: ¿que produce picazón en los ojos? Pues a joderse y a rascarse, ¿no?
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