Opinión

Cosecha del Sesenta

No sé si se acuerdan de Franco, pero le vimos la escapada. No el fulgor, sino la escapada final. Quizás por eso, las añadas anteriores siempre nos han mirado con algo de envidia y resentimiento. Los que nacimos en los sesenta somos de otra casta, más bien hechos a groso modo, por culpa de Fraga que originó los fuegos falsos del turismo, cayéndonos como una ola sobre nuestras conciencias , la modernidad más mercantilista. Lo anterior conjugado con las ganas patrias, hicieron que se gestara a una generación que se llamó del “Baby boom” que ahora empieza a jubilarse y comparte dolencias tomando un café mensual.

No fuimos mucho de drogas, ni de sexo. Tampoco de paz y amor. Hippies, ni de coña. Las de mi entorno, como mucho, de flores a María y embarazos sorpresivos que el placer no lo es si no lo llevas bien agendado. Hemos sido niñas buenas, atemorizadas, obedientes y maceradas al fuego que les impusieron a nuestros padres que solo parecían servir para trabajar y llevar a sus hijos a un futuro mejor que el suyo.

Ahora, ya ven, cuando muchos somos abuelos que transitan universidades por vicio cognitivo y gimnasios por obligación médica, no sabemos qué futuro tendrán nuestros hijos, pero sí nos tememos que no será tan bueno como el nuestro. Aun así, con restricciones limitativas, con faldas cortas alargadas, sin sexo que se pudiera compartir para nada, con desinformación y bibliotecas públicas que olían a naftalina, hemos sobrevivido para asombrarnos por todo, criticar todo lo que se menee y envidiar lo que ya no nos coge de paso.

La era digital, el sexo libre y sin culpa, la comida veggie, la transición de canas, la depilación integral, y otras tantas virtudes del nuevo siglo ya no son nuestra seña de identidad, sino los tigretones con azúcar macerada a borbotones, las tardes de tertulias infinitas en casa de la abuela, los pañitos de croché en mesas de caoba, la compresa improvisada, las siestas sin fin, el apretón que te dejaba extasiada en los brazos de tu noviete y ese uniforme en forma de pichi escocedor de voluntades que solo quedaba bien cuando dabas el estirón de golpe.

Nos hicimos mujeres sin darnos cuenta por más que nos dijeran de todo al modo brutal y lascivo de esos piropeadores que ahora serían considerados casi delincuentes.

Nos hacían de menos y tuvimos que hacernos de más a fuerza de trabajo y estudios, de levantar cabeza y rechinar dientes, que no hay nada como querer, para llegar bien lejos.

Tuvimos suerte de comer comida de verdad, de mantener matrimonios eternos, de conocer a gente de los que lo sabíamos todo, familia auténtica y polvorones que no hacían michelín, sino que bendecían las manos que los habían horneado.

Han muerto nuestros padres y se han ido nuestros hijos. Ya no usamos la talla cuarenta (más quisiéramos) La máquina de coser de nuestra madre ha pasado como muchas otras cosas a mejor vida o a dormir en el cuarto trasero de un anticuario. El fanta se ha tergiversado. La Barbie sigue siendo famosa, porque la Nancy de nuestra infancia estaba regordeta y muy tiesa. Del teléfono ya ni os cuento, que nos comunicábamos casi por telepatía y buenas maneras. Improvisando, imaginando e intuyendo que eso se nos daba de miedo. Reconocer miradas, planificar desastres emotivos, enfadarnos sin molestarnos y no chillar, ni portarnos mal, aun cuando nos atacaba una regla que nunca se llamó periodo y que era como un estigma pero sin santidad aparejada.

Ahora que caminamos a paso seguro a la madurez definitiva, la que te sienta en el sillón de casa para regocijo de tus nalgas, el amor ya no es lo que era porque las articulaciones conocen el nombre propio de cada borrasca y escribimos a golpe de recuerdos en el tuétano de nuestros huesos.

No somos más que esa sonrisa en sepia que no se nos borra por mucho que cumplamos años y por mucho que las grasas polinsaturadas nos pongan coto de caducidad con fecha impresa en el firmamento.

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