La grave situación económica que atraviesa nuestro país ha provocado, entre otras cosas, un debate público introspectivo sobre el modo de funcionar de la sociedad española en su conjunto. Algunas cuestiones que parecían olvidadas han recobrado protagonismo mediático, al menos, en el ámbito de la reflexión y el pensamiento.
Probablemente imbuidos de una autoestima excesiva, procurada por un innegable progreso material desconocido hasta ahora, los españoles disfrutábamos ilusoriamente de una imagen idealizada de España. Una sutil venda tejida con billetes de curso legal había sepultado la autocrítica, arrinconando a los disidentes en la excentricidad. Sin embargo esta idea entra en flagrante contradicción con la que tienen el resto de países de nuestro entorno. La lectura de artículos de opinión publicados en el exterior sobre los españoles estremece hasta la depresión. Hasta ahora nadie prestaba atención a esta contingencia. Era innecesario. Pero en la actual coyuntura, cuando la salvación de nuestra economía depende de la voluntad germana, y se antoja esencial conocer la opinión de esta nación, nos quedamos anonadados. Entre otras razones, o mejor dicho, fundamentalmente, porque llevan razón.
Lo imputación más grave que se puede deducir de un diagnóstico objetivo de la sociedad española es que no hemos sido capaces de superar la corrupción. Entendida como la vulneración permanente de las normas básicas de comportamiento en la vida pública. En España la corrupción no está sancionada socialmente. La ciudadanía no valora la necesidad de exigir la observancia rigurosa de las leyes. Esta impunidad generalizada es un estímulo infalible para extender las conductas corruptas, que además produce, como efecto perverso, que los responsables de activar los mecanismos de control se relajen ante la inutilidad de su función. Es una versión particular del “si no puedes vencerlos, únete a ellos”.
Podríamos relacionar innumerables casos de evidente corrupción en el ámbito político en los que sus más directos implicados han gozado, posteriormente, del refrendo popular para seguir gobernando. Esta inverosímil situación recorre España de punta a punta. Y esto sólo puede obedecer a una causa: la inmensa mayoría de los votantes son exactamente igual de corruptos (o más) que los políticos. En caso contrario ningún político, reconocido autor de una fechoría, osaría exponerse al juicio popular. Lo hacen con un desparpajo que infunde pavor, siendo plenamente conscientes de que entre los motivos que configuran la voluntad electoral, la corrupción no computa. La tímida crítica a los actos de corrupción, cuando se produce, y siempre en reducidos círculos privados, está más cargada de envidia que de condena.
Nuestra Ciudad, por la facilidad de acceso a la información, es un ejemplo palmario de esta patología social. La ciudadanía tiene perfectamente claro que en el entorno de la gestión municipal se han producido un sin fin de escándalos de todo tipo que provocan auténtica vergüenza. Infinidad de contrataciones de personas, obras o servicios, así como sus gestiones consecuentes, han estado presididas por intereses espurios. Esta práctica viciada, no sólo ha supuesto una injusta vulneración del que debería ser sagrado principio de igualdad, sino que ha generado un despilfarro y un endeudamiento descomunales. Se ha contratado lo que no era necesario y, sobre todo, se ha pagado mucho más de los que valían las cosas. La gestión ha pivotado sobre el interés particular, convenientemente disfrazado y difundido como interés general. Sería un ejercicio interesante, aunque laborioso, repasar la gestión de la última década y valorar su coste real depurando todos los factores contaminantes. La sorpresa sería mayúscula.
Para que todo esto suceda desde la más absoluta impunidad han confluido tres factores. En primer lugar, los técnicos, teóricamente la primera trinchera de cumplimiento escrupuloso de la legalidad, no han querido asumir con valentía su función (salvo honrosas excepciones que, evidentemente, las hay). Sencillamente han pensado que no les compensaba un enfrentamiento con el poder político. Lo han considerado una guerra perdida de antemano y se han refugiado en la comodidad de la invidencia. Por otro lado, el desesperante funcionamiento de la justicia, convierte este control en una herramienta inservible para luchar contra la corrupción. La facilidad de la administración para reconstruir y falsificar expedientes, la complejidad de los procesos judiciales, el coste de los mismos, y sobre todo, la dilación; son suficientes para disuadir a cualquiera de iniciar una batalla en los tribunales. Por último, la predisposición del cuerpo social a absorber con pasmosa naturalidad cualquier hecho por execrable que pueda parecer, hace de la corrupción en nuestra Ciudad una cuestión intrascendente, favoreciendo su práctica.
Lo curioso es que conociendo todo esto, aún nos extrañemos de que en Europa no se fíen de nosotros. Y es que el cinismo siempre un fue un buen recurso para aliviar conciencias.