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Corresponsalía de guerra: Rafael López Rienda

Desde la antigüedad clásica, la guerra ha sido contada y representada de mil modos. La Anábasis de Jenofonte es un espléndido reportaje de guerra. Cuando Julio César escribía la Guerra de las Galias la hacía llegar por entregas a Roma  para que sus agentes multiplicasen las copias y así se acrecentase su prestigio en la urbe. A lo largo de la historia del periodismo podemos asistir a una íntima relación entre guerra y medios. Estos no son solo instrumentos de propaganda en el más amplio sentido del término, sino que también se ven beneficiados por ello. Por ejemplo, los periódicos neoyorquinos multiplicaron sus tiradas y se consolidaron durante la Guerra de Secesión americana. La CNN se convirtió en lo que es hoy gracias a la Guerra del Golfo. Durante la Guerra Hispanoamericana de 1898, William Randolph Hearst, magnate de la comunicación estadounidense, ordenó a uno de sus corresponsales en La Habana que permaneciera allí, y él mismo le mandaría una guerra que cubrir. Los corresponsales de guerra no son periodistas como los demás. Se desplazan a los lugares más calientes del planeta para contarnos en primera persona lo que allí ocurre. Nos hacen llegar sus crónicas en medio del peligro y nerviosismo que produce el jugarse la vida todos los días. El drama entre los reporteros es que no pueden admitirlo, dado que por mucho riesgo que envuelva una zona en guerra, se sienten como unos desertores si no van. Para ellos es una cuestión que no tiene nada que ver con la redacción, el director o los lectores; es algo más profundo y personal.
Haciendo uso del tiempo pasado, en España destacó con luz propia la figura del granadino Rafael López Rienda, como uno de los reporteros de guerra más significados en el primer cuarto del pasado siglo XX. Hombre destacado como militar, periodista, escritor y cineasta. Apenas cumplido los quince años se alistó en el ejército y se le mandó a la Guerra de África. En zona de conflicto, apenas un año después, pasó al Grupo de Fuerzas de Regulares Indígenas de Larache, en el que no tardó en alcanzar el grado de sargento por su participación en distintas acciones de guerra con gran arrojo y valentía. En total, la permanencia de López Rienda en Marruecos se prolongaría durante catorce años, a lo largo de los cuales, sin dejar nunca de cumplir con sus obligaciones castrenses, tampoco se olvidó de su afición por la pluma, convirtiéndose pronto en el corresponsal de El Defensor de Granada y llegando a ser considerado con el tiempo como uno de los principales cronistas de aquella guerra. A ello contribuyó el periodista Manuel Aznar, desplazado a la zona por el diario madrileño El Sol para cubrir el conflicto bélico, quien, tras muchas horas de conversación con el joven sargento granadino, propuso en 1919 al director del periódico la publicación de algunos trabajos suyos como experto africanista y militar condecorado en varias ocasiones por su valor, que le había llevado incluso a sufrir una herida de gravedad. Fue a partir de ahí cuando López Rienda empezó a labrarse el prestigio y la fama, que gozaría ya hasta su muerte, como uno de los mejores corresponsales de guerra de su época. Al estallar en el Protectorado español los graves acontecimientos de 1921, el ya bien conocido cronista asumió la delegación en Melilla del citado El Sol y del también madrileño La Voz, así como las corresponsalías de El Defensor de Granada, La Época de Madrid y La Nación de Buenos Aires, sin dejar de colaborar mientras tanto en los periódicos de la zona: El Telegrama del Rif, de Melilla; El Eco de Tetuán, fundado por Pedro Antonio de Alarcón, y Diario Marroquí, que él mismo había fundado y dirigido en Larache. Sus crónicas se distinguían por alejarse del tono heroico oficial, retratando el conflicto en toda su crudeza, planteando las causas del problema marroquí y describiendo la realidad vivida en primera persona en el propio campo de batalla.
En la capital del Estado fijó su domicilio donde viviría hasta el día de su muerte, ocurrida cuando apenas acababa de cumplir los 31 años y a consecuencia de una infección adquirida mientras se recuperaba de las heridas sufridas en un accidente de automóvil durante un viaje a Valencia. Al margen de su intensa dedicación periodística, y a pesar de la corta edad a la que falleció, López Rienda dejó tras de sí una ingente y variada obra literaria, sobre todo en el género narrativo, pero también en el dramático. Así, entre sus títulos más destacados figuran las novelas Tánger, pequeño Montecarlo (1924), Juan León, legionario, Bajo el sol africano y Águilas de acero (1926), todas ellas ambientadas en la guerra de Marruecos y con claros tintes autobiográficos; los relatos El Carmen de los claveles, La Manola y La noche de los recuerdos (1924), este último de carácter casi biográfico; los dramas El héroe de la Legión (1925) y Milagrosa (1925), y las comedias El retrato de Friné y El tesoro de Tutankamen (1926), además de los libros Del Uarga a Alhucemas y El escándalo del millón en Larache. En sus últimos años de vida, se interesó igualmente por el cine, llegando a ejercer las facetas de guionista, actor y director. Aunque su primer contacto con el mundillo cinematográfico había tenido ya lugar en Marruecos, donde en 1921 había colaborado como argumentista con el realizador santanderino José Buchs, no sería hasta su llegada a la capital de España cuando se tomara en serio esta afición, encargándose personalmente de la adaptación de su novela Águilas de acero, que sería llevada al cine por Florián Rey con la participación del mismo López Rienda en el reparto de actores. Y tanto le entusiasmó esta experiencia que decidió dirigir su propia película, para cuyo guión adaptó otra de sus novelas de tema bélico, Juan León, legionario, que en su versión fílmica se titularía Los héroes de la Legión y que sería rodada en 1927 íntegramente en el norte de Marruecos.

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