La enfermera de Endocrinología sabe cuánto pesamos solo nos ve pasar a consulta. Los obesos vamos de frente porque los lados nos pesan. Andamos resolutos y triunfantes cual Napoleón victorioso, si hemos restado gramillos que echarle al puchero. Si, por el contrario, andamos a la gresca con la báscula nos apostamos cabizbajos y llorosos a la entrada del pesaje. No es un rumor, sino una certeza... la báscula no se casa con nadie, ni hay forma de sobornarla.
Miren qué lo he intentado... subiendo a plazos, no desayunando, a pata coja. Pero nada, la báscula es inflexible e intratable, muy suya. Los que paseamos hospitales nos agitamos en agonías, hacemos amistades entrañables en el tiempo que tardan en pasarnos a consulta. Cuando estás a la puerta de la enfermedad la vida empieza a importarte, a darle la mecha que cortaste porque creíste que respirar o meter resuello era tarea dolorosa al extremo.
La cabeza es muy difusa y nos exprime desde que nacemos. Nos lleva por senderos oscuros, cenagosos y llenos de espinas. Así que nos agarramos al cuello del Amor, a la compañía fraternal y al clan, ese que en nuestra genética ancestral nos anclaba al fuego y al poderío de la tribu. Ahora en los encurtidos pasillos de los hospitales buscamos eso que nos fue robado con el consumismo, la unilateralidad y el egoísmo que impera en nuestra nueva sociedad urbana y cosmopolita. Podemos ser los mejores amigos siempre que nos echemos al gaznate una charla insustancial que no nos importa un ápice, porque las procesiones van por dentro y los santos con peana y los crucificados del cáncer que galopa como Silver con espuelas y lanzado flechas envenenadas. No creo en el optimismo, sino en la idiotez rampante. Ni en el enamoramiento, sino en grilletes de carne y hueso, galera de remo conjuntado y mucha paciencia. El Amor es lo que tiene (como la pata del jamón) que hay que trabajarlo, pulirlo, deslomarlo, aguantarlo y quererlo a tiempo completo porque si no se diluye por las trancas, piernas abajo. Somos prehistóricos dando pasos en zapatos cuellifinos, gente de mucho andar y poco reposar, porque entre cazadores y recolectoras ya se han hecho las paces y ahora nos repartimos el botín aunque muchos sigan mirando la paja en mano y no la piedra en la caverna.
Coral, la enfermera de la Endocrina, pasa de mí como yo de sus consejos. Por eso ella sigue patética y difusa trabajando por poco dinero y muchas horas y yo paro en el LDL para infundirme un cruasán de chocolate que dicho en español parece que cunde más que el afrancesado fino y cuscurreante. Nos hemos acostumbrado a que los amaneceres salgan cada día, a que las compras estén ahí y a que los pájaros píen contentos cuando les pasamos por debajo, sin que nos defequen encima. Nos hemos acostumbrado a la bonanza, a estar y ser, a boquear lo que os da la gana y a piar como los gorriones gozosos que nacen a escarchas de febrero. No sé a ustedes, pero a mí me da miedo la posibilidad del cambio drástico, el cáncer galopante y la muerte fugaz que impone la casualidad de los genes, que no te operen a tiempo o que el jodido ADN te dé una patada en el espinazo. Pánico que sustenta a la ansiedad y ésta que espolea a las bestias del hambre y la voracidad, hermanadas como gemelas para comer a dos manos y tres puestos de galletas. Por eso entro- entre apagada y confusa- al peaje.
Coral está hoy cabizbaja y difusa, mucho menos ella que de tan enérgica y racional, ralla. Quizás sea por la paciente anterior que vadea un cáncer de tiroides muy desgraciado, tanto como para no necesitar ni quimio, ni radio, pero con temeridad y alevosía de quedarse en ganglios y prosperar por el caudal sanguinario por el que respiramos, pensamos y sufrimos.
¿Cuántos amaneceres nos quedan?... piénsenlo bien, porque somos tan perecederos como los prehistóricos que nos precedieron que andaban siempre con hambre contenida, siempre preñadas o viudas, siempre madres entregadas con el costal a cuestas.
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