Opinión

Contribuciones ceutíes a la Biblioteca Celestial

Las condiciones naturales de Ceuta son realmente espectaculares. Formamos parte de un “ecotono” o punto caliente de diversidad por ser punto de encuentro de dos mares y dos continentes. El Estrecho de Gibraltar es paso obligado en las migraciones de aves, cetáceos, peces y otros seres vivos, como determinadas especies de mariposas. Nuestra ciudad es un paraíso para los amantes e investigadores de la naturaleza. Sus paisajes parecen ser la obra maestra de unos dioses que se han esmerado en dibujarlos haciendo gala de toda su creatividad y magnificencia. Orgullosos de su creación idearon un clima benigno para la ocupación de los seres humanos. La presencia de nuestros congéneres se remonta, que sepamos, al Paleolítico Medio (250.000 a.n.e.), según han demostrado las excavaciones arqueológicas en el denominado Abrigo de Benzú. Aquí comenzó un estrecho vínculo de los pobladores de Ceuta con su entorno marino.

El mar ha sido la base de la economía de Ceuta durante buena parte de la historia de nuestra ciudad. En el yacimiento protohistórico documentado junto a la catedral se han documentado anzuelos de bronce y una significativa presencia de restos de peces y conchas marinas. No cabe duda que la riqueza de sus costas fue la razón principal de la instalación en el istmo ceutí de un complejo industrial dedicado a la producción de salazones y salsas de pescados durante la época romana. Distintas intervenciones arqueológicas han permitido determinar que en torno al I a.C. se inició la actividad salazonera y documentar sucesivas ampliaciones del conjunto fabril en el siglo I y II d.C. Esta actividad económica centrada en la pesca y la producción de derivados del pescado se mantuvo hasta la conquista bizantina de Septem Fratres en el año 533 d.C. Durante todos estos siglos de plena dedicación a la explotación de los recursos marinos se sucedieron periodos de esplendor, de decadencia y destrucción, ya fuese en forma de terremoto -tal y como parecen indicar algunos muros del siglo III d.C. documentadas en el Baluarte de la Bandera-, o de razzia vándala, a partir de la documentación de evidentes niveles de incendio intencionado en la calle Jaúdenes.

Desde muy pronto los primigenios habitantes de Ceuta fueron conscientes que esta pequeña península era un punto estratégico que todos deseaban poseer para controlar el Estrecho de Gibraltar. Por este motivo, se preocuparon de asegurar su protección y erigieron potentes murallas que se aliaron al mar para convertir a Ceuta en una ciudadela inexpugnable. Pocos lugares pueden mostrar, en un espacio tan reducido, la serie completa de técnica poliercéticas desde el siglo I d.C. hasta el presente. Las murallas suelen transmitir la idea de lo cerrado y de lo hermético, pero en nuestra ciudad esta imagen ha conjugado a la perfección con el sentido de la hospitalidad y la apertura al comercio, al arte, a la cultura y a la espiritualidad. Hemos sido tierra de acogida, como para aquellos murcianos del siglo XIII que tuvieron que huir de su tierra empujados por el empuje de la reconquista cristiana. La convivencia de distintas etnias, tradiciones religiosas y procedencias geográficas es un rasgo característico de las gentes de Ceuta. Tendemos con facilidad a olvidar esta constante en la historia de nuestra ciudad. Cierto es que el reducido tamaño de Ceuta no facilita nuestra vocación acogedora y que ha causado importantes problemas en el discurrir histórico de esta península norteafricana.

En Ceuta se ha concentrado la esencia de todas las civilizaciones del pasado. Aquí “el tiempo se ha hecho visible” en sus vestigios arqueológicos y monumentos históricos dejando “una huella profunda incluso en la mente de los ignorantes o los indiferentes” (Lewis Mumford, la Ciudad en la historia). En un recorrido por Ceuta podemos observar restos de un asentamiento fenicio, piletas de salazones romanas, una basílica tardorromana, una imponente muralla y puerta califal, un coqueto baño árabe, las murallas mariníes del Afrag, un impresionante conjunto fortificado renacentista, la ciudadela del Monte Hacho y un largo etcétera. No se trata de simples reliquias del pasado que decoran el paisaje natural y urbano y sobre las que proyectar luces de colores todas las noches. Son algo más, mucho más. Este impresionante patrimonio cultural es la herencia que hemos recibido de todas las generaciones de ceutíes que nos han precedido. Estas piedras contienen el espíritu de Ceuta y el de sus gentes. Son incontables el número de personas que han nacido, vivido y enterrado en esta tierra. Personas que han experimentado el sentido de la belleza de este lugar y se han emocionado con sus paisajes, amaneceres y atardeceres. Esta emoción ha sido el alimento nutritivo para sus almas, que al crecer en tierra fértil han dejado destacadas creaciones espirituales, científicas, artísticas y culturales. Muchas de ellas se han perdido para este mundo, pero permanecen en una biblioteca transpersonal colectiva que se asemeja, en palabras de Marie Louise von Franz, a la idea de Simón el Mago de un “granero celestial” en el cual se depositan todos los frutos de nuestras vidas.

Al mencionado “granero celestial” podemos acudir para obtener las semillas que necesitamos para el recultivo de nuestros paisajes. Estas semillas contienen la esencia de la Ceuta ideal, siempre inalcanzable, pero, como la Jerusalén eterna, resulta ser el espejo que refleja la imagen de la Ceuta más elevada y trascendente. Es importante recuperar esta imagen y tenerla presente antes de que se vuelva invisible, como las ciudades descritas por Italo Calvino. Todo se ha vuelto líquido y efímero, hasta nuestras propias vidas. En las sociedades avanzadas como la nuestra, la prolongación de la vida en el plano horizontal ha venido acompañado con su achatamiento en el plano vertical. Lo que hemos ganado en extensión, lo hemos perdido en profundidad. Debido a este proceso, la vida humana avanza inexorable hacia la intrascendencia. La existencia humana ha ido mermando en su valor, lo que explica que puedan asesinarse más de cuarenta mil personas en Gaza o perderse más de un millón de vidas humanas en la guerra de Ucrania.

La cosificación del ser humano corre paralela al achicamiento del alma. Obnubilados por las imágenes de las pantallas de los móviles nos extraviamos del verdadero sentido de la vida y nos dejamos arrastrar por la intensa corriente de los acontecimientos cotidianos. El alma necesita ser alimentada con dosis diarias de amor y belleza, así como hidratada con el agua de la vida que mana con fuerza en lugares como Ceuta. La fuerza de la vida nos rodea y penetra cada rincón de este lugar. Absorberla y efundirla de nuevo, “exhalando palabras y productos de su propio medio, y llevándola a las más altas regiones, he aquí la obra”, escribió Walt Whitman, “del verdadero escritor, historiador, conferenciante, y, quizás, incluso sacerdote o filósofo. Aquí, y sólo aquí, están los cimientos de nuestro verso, drama, etc., realmente valioso y permanente”.

Prestar atención a nuestra alma es atender a lo esencial e infinito. Sin embargo, y aunque resulte paradójico, el sentimiento de lo infinito sólo se alcanza cuando nos limitamos al máximo, es decir, al centro de nuestro ser. Esta pequeña semilla, que podemos convertir en fruto al hacerla consciente, es lo único que, en palabras de Marie Louise Von Franz, el hombre parece llevarse al más allá y puede ejercer un efecto positivo continuado en el “tesoro”, en el la “biblioteca” o en el “granero” del más allá.

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