Presencié un webinario donde intervenía un responsable del Instituto de la Felicidad de Copenhague. Así, que traigo una idea para aplicar en el campo de la salud mental.
Existen dos esferas que se retroalimentan entre sí a la hora de establecer una constante de salud mental, o fase de vigilancia.
La esfera individual viene determinada por los eventos vitales y de socialización de cada persona, y según el caso, la salud mental presenta un estado óptimo, o por el contrario, se hace necesario entrar en una fase de recuperación, o fase médica.
Si la norma es gozar de una salud mental cercana al bienestar, la constante de salud mental de la esfera social será estable, y los condicionantes ambientales favorecerán el buen tono de los individuos que la forman. El signo será positivo.
El establecimiento de unos indicadores para la medición de una constante social de salud mental vendrá acompañado de un cambio en el uso del lenguaje: ahora solo se habla de salud mental cuando se produce su falta. Se trata de orientar el discurso para convertir la salud mental en un activo al que hay que preservar. La salud mental está incrustada en todas las facetas de la vida, y relativiza toda la actividad humana.
Cuantos más argumentos se pongan en circulación, mejores elementos de juicio se tendrán para conformar la imagen de las personas con problemas de salud mental: el estigma que nos prejuzga sufriría una estocada final.
Además, una política basada en la vigilancia de la constante de salud general es mucho más económica que una intervención recuperativa, cuando hay que activar todos los recursos de atención (a día de hoy desbordados y en peligro real de colapso). Cuanto más frágil sea la línea de cuidados peores augurios para el respeto y consecuencia de los derechos humanos reconocidos.
Por otra parte, pensemos que, tanto la felicidad como la salud mental, son lo que yo llamo “proyecciones al infinito”. Es decir, nos sirven para marcar una trayectoria, pero no podemos alcanzarlas, no son términos absolutos.
El simple hecho, como es el estado natural de preocupación, supone ya una interferencia en la constante de salud mental. Cualquier adversidad, como pueden ser una mala noticia, una bronca del jefe, o un desengaño en los sentimientos, pueden alterar dicha constante, y hemos de actuar con agilidad para que la pérdida no sea significativa.
En vez de esto, habría que introducir en los procesos sociales, como son la educación, la familia, el trabajo, o la comunidad, pautas de comportamiento saludables y respetuosas con la salud mental. Sobre todo, lo que tiene que ver con el control emocional, pues la forma de vida moderna ha traído unos condicionamientos en cuanto al consumo, el éxito o la imagen, que pueden generar verdaderos episodios de frustración y crisis existencial.
En definitiva, la vigilancia de la constante de salud mental, y la creación en su caso de su oficina, son el camino más corto hacia un país moderno en la atención a la salud mental, cuyo disfrute es uno de los derechos que nos aporta mayor dignidad.
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