E desarrollo de los siglos ha sido extremadamente injusto con la Roma antigua. Pero no por ningunearla, sino por sobredimensionar su importancia y, sobre todo, por ennoblecer una imagen que más bien habría de ser transmitida con la misma brutalidad y crueldad que practicaron los romanos allá donde pisaron tierra firme. Roma y sus romanos constituían un pueblo embrutecido por su propia sed de sangre y que, por su naturaleza impía, no merece ser retratado con la épica con la que se acostumbra hacerlo, más debida a otras grandes civilizaciones como la griega o la persa, cuya capacidad para dominar los territorios conquistados solía anteponerse a las matanzas sistemáticas. Sanguinarias aniquilaciones comunes entre los romanos que, para más estupor, llevaban a cabo con el respaldo de unas cantidades sobrecogedoras de soldados, concediendo pocas o ningunas opciones a otros pueblos desprovistos de la formación y de las armas que ellos sí poseían.
Culturalmente, Roma y todo lo que le rodeaba tampoco podía presumir de una originalidad inigualable, ni de alcanzar un culmen nunca antes conseguido. Su lejana vecina Grecia, sin tantos alardes, había logrado tiempo atrás lo que los romanos jamás podrían hilvanar. Desde la filosofía hasta la religión, pasando por la literatura y la historiografía y, yendo un poco más allá, las apreciaciones sociales, políticas, administrativas y bélicas. Grecia supo sacar provecho a los recursos a su disposición para marcar unos límites que Roma solamente pudo transgredir mediante la sangre, en el caso de los últimos, o la “inspiración”, en el caso de los primeros. No nació filósofo que superara al griego, literato, ni historiógrafo. No surgió conjunto de divinidades que no naciera de un pueblo exógeno. No se construyó un sistema social, ni político, ni administrativo que no fuera comandado por el sometimiento tiránico y feroz.
Todo lo que ha hecho grande a Roma a los ojos de la historia lo llevó a cabo con las manos manchadas de sangre inocente. Muertes absolutamente innecesarias, con el único objetivo de dar inmediatez a lo que, tarde o temprano, hubiera terminado por decantarse del lado romano sin necesidad de derramar tantas almas. Por ello, cada vez que se quiere conceder a determinados personajes romanos honores cuasi divinos envueltos de una épica legendaria, se está ensalzando a unas figuras que no demostraron su grandeza al recurrir al camino más corto, al sencillo, al cobarde, al que dio buenos frutos durante su vida pero que no debería ser premiado con tamaño prestigio.
Fuera de toda lógica quedan las comparaciones de ciertos generales con personalidades como Alejandro Magno en otros, más inclinados hacia la tolerancia y el respeto respecto a los pueblos indígenas, eludiendo los innecesarios exterminios de poblaciones. La herencia romana de desasosiego y desequilibrio que aún perdura en las raíces de la sociedad contemporánea es fruto del odio que caracterizó cada una de las operaciones de Roma, fundamentalmente contra los indígenas. Un bucle de constantes improvisaciones que siempre terminaba sumergido en los lagos de sangre emanados donde antes había vida.
Pocas veces se utilizaron las legiones para la defensa de Roma, y ya no nos atrevamos a enumerar cuántas veces se enfrentaron a enemigos con la misma preparación; ello, sin embargo, no impidió que tropezaran una y mil veces con el orgullo indígena. No sería adecuado comparar las ansias de expansión y dominación de Roma con un acto defensivo del territorio, puesto que de ser esta última sí estaría justificada la actuación del ejército romano: cualquiera tiene el derecho y el deber de defender su territorio. Pero, desde esta perspectiva, ¿qué honor puede quedarle a un pueblo que consiguió la mayor parte de lo que tuvo gracias a sus despiadadas legiones?
Así, tal y como ellos habían hecho anteriormente, el destino castigó al Imperio Romano a la desaparición por los descendientes de aquellos a los que habían estado asesinando con total impunidad durante tantísimos siglos. Quienes quieran proyectar una epopeya de la historia romana tienen un concepto del honor que a muchos nos resulta muy difícil de asimilar. Y una mentalidad terrorífica.