La banalización de la política, intencionadamente convertida en un fatuo escenario habitado por impostores compitiendo en habilidad para captar instantáneamente la voluntad de la ciudadanía, ha traído como consecuencia más significativa la evaporación del sentido de la responsabilidad. Tanto individual como colectiva. Nadie asume las consecuencias de sus propios actos. Empezando por los propios electores. Nuestra Ciudad es un ejemplo perfecto de esta enfermedad degenerativa. Coincidiendo con el inicio de siglo (y con el susto de la invasión de Perejil en el cuerpo) se activó un proceso se aniquilación de la conciencia colectiva, cuya consecuencia (letal) ha sido haber alcanzado la más absoluta inanición. Un estado catatónico del que ya va a ser muy difícil salir.
Durante tres lustros, los peones del poder, han ido inoculando en el cuerpo social determinados virus tremendamente dañinos que han moldeado una deplorable conducta pública. La inmensa mayoría de la ciudadanía ha participado sumisa y alborozada de tan lamentable degradación.
Nos han convencido de que Ceuta no tiene nada que reivindicar. La tutela del Estado es omnímoda y perfecta, de manera que no existe el menor riesgo de inestabilidad. Ni ahora ni en el futuro. Somos un pueblo desorientado, con mentalidad pueril, plenamente confiado en que siempre habrá “alguien” que cuide de nosotros y de nuestros intereses. De este modo, hemos olvidado cómo se reacciona ante una adversidad. Ya nos sabemos ni quejarnos.
Nos han convencido de que el espacio público en general, y la política en particular, es una actividad corrupta y nociva cuya única finalidad es enriquecer a sus practicantes. De este modo, los partidos políticos (y las restantes organizaciones sociales) están integrados no por personas que quieren contribuir con su esfuerzo a hacer una Ciudad (o país) mejor; sino por personas que ven en su (sufrida) militancia un trampolín para conseguir una promoción social inalcanzable por otros medios. Los partidos políticos carecen del cuajo (ideológico) y del arraigo (social), necesarios para sostener una vida pública solvente.
Nos han convencido de que la solidaridad es un lujo que no podemos permitirnos. La seña de identidad más característica del comportamiento de los ceutíes, es un egoísmo enfermizo, llevado a su extremo más execrable. El principio y fin de cada cual es la defensa a ultranza de su propio ombligo. Nadie es capaz de hacer la más mínima concesión en aras a un interés común.
Nos han convencido de que no es necesario pensar. El debate público se ha ido empobreciendo hasta un límite vergonzoso. Ya nadie quiere hacer un ejercicio de reflexión riguroso, sincero y honesto para hallar claves y diseñar pautas. Todo es un continuo enredo de desvaríos naderías sin más finalidad que la obsesiva búsqueda de una efímera relevancia personal. Todo el mundo rehúye la verdad, sustituida por una coraza de lugares comunes (falsos), desde la que arrojar pretenciosas fruslerías.
Así hemos forjado un pueblo egoísta, irracional, desarticulado y sumiso. Y esto, lógicamente, tiene sus consecuencias. Ahora estamos asediados por múltiples problemas de gran profundidad y enorme complejidad, y no sabemos ni por dónde empezar. Por suerte para todos, nadie tiene responsabilidad alguna.