No hace demasiado tiempo estuvo en Ceuta una comisión japonesa para interesarse por el problema de la inmigración ilegal en nuestra ciudad, el tratamiento que se le da y el CETI, lugar donde se acogen a los inmigrantes ilegales. Se le ofreció a la comisión toda clase de explicaciones por parte de los gerifaltes ceutíes. La mencionada comisión quedó bien servida de explicaciones de todo tipo y de visitas pertinentes. Pero se ha pasado de puntillas, tal vez, intencionadamente, sobre la reacción de los japoneses ante este tipo de inmigración y el tratamiento que la Ciudad (y el Gobierno español) le da. Digámoslo ya: se echaron las manos a la cabeza y manifestaron que esto era impensable en Japón. Los japoneses no sólo no tolerarían este tipo de inmigración ilegal (ni de la otra), ni cómo la maneja el gobierno español. Los japoneses, dijeron, no permiten que se gaste un solo yen de esta manera, en la inmigración ilegal. Es más, mantienen que la homogeneidad y la identidad de la sociedad japonesa es un bien a considerar y a mantener. Imposible entregarlas a extranjeros por el mero hecho de que asaltan impunemente las fronteras. No, no se permitiría. En el país del Sol Naciente no comulgan con las ruedas de molino de las bondades de las sociedades multiculturales, bondades que aquí han sido elevadas a categoría. Es una sociedad homogénea donde las haya y celosa de su identidad milenaria. Y, sin embargo, los apóstoles de esa ideología cancerígena llamada multiculturalismo ya se tentarían la ropa para calificar la defensa de esa homogeneidad y la identidad de la sociedad japonesa como racismo o xenofobia. ¿Por qué será? Y ¿por qué aquí sí? Por supuesto, allí sería impensable que ningún extranjero quemara el mobiliario urbano, ni arrasara edificios públicos, ni agrediera impunemente a los ciudadanos japoneses, sin que la autoridad competente y la policía tomarán cartas en el asunto, respaldados, eso sí, por la opinión pública, cualquiera que fuese su postura ideológica. Y mucho menos que organizaciones, al estilo de las ONG de por aquí, se enfrentaran a los poderes legalmente establecidos en favor del extranjero alborotador y delincuente. Todo lo contrario de lo que sucede en España.
Aquí, en España, vivimos la condición de extranjeros en nuestro propio país. Y no es una exageración. Vaya usted a Cáritas. Cuando vean que es usted español le conminarán, con toda seguridad, a que acuda a su familia, pues ellos principalmente atienden a inmigrantes. Las subvenciones que los ayuntamientos y el Estado ofrecen lo hacen especialmente a los inmigrantes, sobre todo, a los islámicos (así, el periodista Enrique de Diego nos llama la atención cuando escribe que según el Ministerio de Trabajo, la mitad de los varones marroquíes llevan años sin cotizar, pero reciben ayudas sociales). Y, en fin, en nuestra ciudad y en Melilla podemos observar cómo grupos de sirios atraviesan nuestras fronteras utilizando pasaportes pertenecientes a marroquíes, lo cual es a todas luces un delito. Sin embargo, son trasladados a la Península, con exigencias, eso sí, por parte de esos sirios ilegales, por aquello de que son colectivos vulnerables. Se van de rositas, habiendo cometido un delito. Si a usted, amable lector, le echan el guante haciendo uso de un pasaporte falsificado o a nombre de otro, ¿le tratarían con las exquisiteces con que se les trata a los sirios? A quienes velan por el control de las fronteras ceutí y melillense se les debería caer la cara de vergüenza por permitir que individuos con pasaportes a nombre de otros accedan a territorio español. O falsificados.
No sólo la inmigración masivo-invasiva ha empezado a romper las costuras del Estado, sino que ha empezado a quitar la paz y la tranquilidad y el sueño a quienes tienen la fatalidad de sufrirla de cerca. Que más pronto que tarde seremos todos los españoles. Así, las sociedades se destruyen y se arruinan por la estupidez de sus gobernantes y la estulticia de sus ciudadanos que se convierten en rebaños manejados por esa clase política traidora a su propio país, la prensa silente y amarilla vendida al Sistema, las ONG, la iglesia y sus obispos y, en fin, todos aquellos que hacen el papel de tontos útiles del Sistema. Las sociedades se destruyen y se arruinan con las mentiras y las quimeras multiculturalistas de los apóstoles de esa ideología ponzoñosa y maligna llamada multiculturalismo. Y la sociedad española (y europea) va camino de destruirse, si no lo está ya. Este comportamiento de los países europeos respecto de la inmigración conduce al suicidio de las naciones, en un contexto de ofuscación y de delirio, cuyo final es, irremisiblemente, la autodestrucción de esas sociedades. Una especie de enajenación colectiva.
Pero, tal vez, lo peor es cuando alguien, en su locura y en su desorden mental, se vanagloria de haber contribuido a que la sociedad española sea más multicultural y multiétnica. Ese demente sin parangón, ese vesánico, tiene nombre y apellidos. Ese tipo destructivo y tóxico es el anterior presidente del gobierno de España, el malhadado José Luis Rodríguez Zapatero. Zapatero para la historia más negra y purulenta de nuestro país y de nuestra sociedad. Pues bien, este tipo celebra haber legalizado a más de 700.000 ilegales, y lo califica de “hito histórico”, el muy descerebrado. Sin embargo, este traidor a su país y a su cultura se ha dado prisa en agenciarse un chalet lejos del mundanal ruido de la sociedad multicultural madrileña por más de un millón de euros. Eso sí, los demás que socialicen a los inmigrantes en sus escuelas y en sus barrios y en sus centros de salud, pero a él, que los legalizó, que no le llegue la marabunta inmigratoria.