La madrugada del 6 de marzo de 2009 se escribía el último capítulo para la historia de Sambo Sadiako. Un joven senegalés de 30 años que murió desangrado por las concertinas de la valla de Ceuta. Su cadáver fue descubierto a primera hora de aquella mañana por la Guardia Civil. Las cuchillas le cortaron una de las arterias y la sangre no paró de manar hasta tintar de tragedia, otra más, la valla que separa Ceuta de Marruecos.
Sambo dejó cuatro hijos en su tierra natal y evidenció con su muerte que las concertinas podían matar. El debate sobre su presencia en la valla duró el tiempo en el que esa tragedia estuvo en la memoria colectiva. Después de Sambo llegaron más heridos, hombres marcados por la alambrada, algunos mutilados... Fueron y siguen siendo los instrumentos que más daño han hecho a aquellos que sortean la ruta que separa la huida del sueño.
Hace unos meses el ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, se comprometía en Ceuta a la retirada inmediata de esas concertinas. Poco después la delegada del Gobierno, Salvadora Mateos, le ponía fecha al retraso de meses. Una fecha más que no se ha cumplido puesto que la doble valla de más de ocho kilómetros sigue mostrando la hilera de alambres burlando la promesa política del actual gobierno.
En el perímetro nada ha cambiado, más allá de la realización de un proyecto de refuerzo y el aumento de cámaras. Lo demás sigue igual: ni hay cambios ni se plantea colocar las alternativas. Incongruentemente algunos medios de tirada nacional han publicado, citando a fuentes de Interior, que la retirada de las concertinas ha comenzado. La realidad del terreno es la mejor de las negativas.
Los debates que se siguen en España y que se incumplen también en nuestro país chocan con la política de blindaje ejecutada por Marruecos previa financiación europea. El reino de Mohamed VI cobra por ejercer de guardián y así lo ejemplifica con la construcción de campamentos a pie de vallado, la colocación de más vallas y concertinas y la apertura de zanjas. Una demostración kilométrica de presión en torno al vallado que convierte la entrada en un imposible salvo los casos aislados de jóvenes que sí, que consiguieron saltar a Ceuta, pero a costa de dejarse la piel entre las concertinas.
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