Opinión

¿Cómo te llamas?

Según el Diccionario de la Real Academia, la palabra nombre designa o identifica a seres animados o inanimados. En esta descripción genérica, se diferencia el denominado como “nombre propio”, sin rasgos semánticos inherentes, que designa un único ser. Se corresponde con el que se impone y distingue a las personas. El “nombre de pila” constituye la denominación formal por la que se reconoce a la persona y que figura en los documentos oficiales. Hace referencia a la pila bautismal y su origen está en la única constancia escrita existente− antes de los registros civiles− de los nacidos que recibían el bautismo y que llevaba la Iglesia. Asimismo, la RAE define el apellido como nombre de familia con que se distingue a las personas y también la acepción de sobrenombre o mote. Es evidente que a lo largo de la historia y las culturas se han establecido, de alguna manera, mecanismos para distinguir e identificar a las personas componentes de las comunidades, con diversas variantes, pero constituyendo lo que hoy llamamos nombres y apellidos. Posiblemente los antiguos humanos otorgaban nombres, con un significado, para identificación de sus miembros y que, por añadidura, además, creían daba unos poderes o características a quienes los portaban. En la actualidad, el nombre es en general una decisión de los padres de los nacidos y aunque tradicionalmente se les iban imponiendo nombres de los antecedentes familiares, es una costumbre que va desapareciendo por las opciones de originalidad o de moda, que asumen los progenitores. Al ser una característica que va a acompañar a la persona durante toda o gran parte de su vida, esta decisión paterna puede originar condicionantes sicológicos y sociales en algunos casos. No sé donde habrá salido, pero he leído una encuesta que refleja que el 6% de los padres se arrepienten del nombre que impusieron a sus hijos. De hecho, algunas disposiciones legales no permiten el registro de nombres que puedan ocasionar algún tipo de daño a quien lo porta.

"También en la Antigua Roma existía una arraigada costumbre por la que los padres identificaban a los hijos por el orden de alumbramiento"

A título de curiosidad, en nuestro país, la pequeña población de Huerta del Rey, en la provincia de Burgos, alberga en sus habitantes unos inusuales nombres como Ensiquicio, Tenebrina, Onesiforo y otros. En Cuba, existe una curiosa mezcla de palabras en ruso, inglés o español como Usnavi, Yotuel, Olidey y muchos más. En España el nombre más largo registrado es Deoscopidesempérides que significa “el que se complace eternamente en la contemplación de Dios”. El inicio de los apellidos como elemento identificador de las personas tuvo lugar, alrededor del 2580 a. C. en China. En la antigua Grecia, también adoptaron un modo de diferenciar la identidad de los pobladores, añadiendo al nombre, el lugar de origen de los mismos. Sin embargo, en Occidente no apareció hasta la República Romana, cuando los patricios y los no muy numerosos ciudadanos libres, para diferenciarse, adoptaron la llamada tria nomina: praenomen, nomen y cognomen. Corresponderían con antenombre, nombre, y sobrenombre. El praenomen se le asignaba al niño a los nueve días de su nacimiento y era el que lo diferenciaba dentro de la gens o familia a la que pertenecía. El nomen era el de su colectivo o familia y se conservaba durante toda la vida. A partir del siglo V d. C. dejó de usarse, aunque cuatro siglos más tarde, reapareció como una prerrogativa noble. El cognomen se refería a alguna cualidad física, mental o bien alguna característica relevante propia, era una especie de apodo, pero también podía referirse a una subfamilia. En algunos casos se le añadía un agnomen −renombre o cuarto nombre− con referencia a hechos meritorios, especialmente de carácter militar. Paralelamente, también en la Antigua Roma existía una arraigada costumbre por la que los padres identificaban a los hijos por el orden de alumbramiento, de tal manera que el primero era Primus, el segundo Secundus  y seguían el orden hasta que decidían cortar la prole y al último lo llamaban Firmus, con el significado de “aquí me paro”. Asimismo, al que nacía mañanero le llamaban Manio, si lo hacía a plena luz del día Lucio y significando como Póstumo, al alumbrado tras la muerte del padre. Al desaparecer el Imperio Romano y llegar la Edad Media, la población habitaba en pequeños pueblos y aldeas por lo que no era muy necesario añadir nada al nombre. Hasta el siglo X en Europa Occidental, se utilizaban nombres de procedencia romana o germánica, aunque a partir del siglo XI, con la preminencia del sistema feudal, es posible que se impusieran a los hijos los nombres de personas importantes en ese sistema social. Es relevante constatar que, a partir de entonces, empezaron a utilizarse nombres procedentes de la Biblia o del Nuevo Testamento. Durante la Edad Media, únicamente eran propietarios de tierras o inmuebles, los pertenecientes a la realeza o los nobles. Bien entrada la Edad Media, se fue desarrollando la burguesía y los artesanos especialistas. Ambas clases, con sus posibilidades económicas, pudieron acceder a bienes inmuebles.  Con dichas propiedades, para justificar la acreditación del propietario, se generaban unos documentos que identificasen al mismo. Por esta razón no bastaba el nombre de pila, sino que había que añadir algún otro dato identificativo del poseedor. Inicialmente se utilizaban los motes o sobrenombres familiares, la profesión, el lugar de nacimiento o añadiendo el nombre de pila del progenitor o patronímico, separado con la preposición “de”. Posteriormente se simplificó y se añadió el sufijo “ez”, tan corriente en muchos apellidos actuales. En otros países utilizaron la misma técnica y por ello encontramos en los anglosajones terminaciones en son o iniciales en fitz. En Dinamarca sen, en Italia ini, en Irlanda O’, en Francia De o en los anglosajones de procedencia celta Mac y Mc. Desde muy antiguo era costumbre nombrar a los hijos como sus padres o abuelos. Para distinguirlos, posiblemente, surgieron los apodos y los motes referidos a cualidades, condiciones, oficio e incluso defectos físicos o similitudes con animales o alimentos. De hecho, en algunos pequeños pueblos de España perduran estos sobrenombres como identificativos de muchos de sus habitantes. La onomástica es una disciplina que estudia los nombres propios. Una rama de la onomástica es la antroponimia, también llamada onomástica antropológica, que está orientada a investigar y determinar el origen, su evolución histórica, su estructura lingüística y el significado de los nombres y apellidos de las personas. Curiosamente existe una técnica −no sé hasta qué punto muy científica− que es la numerología, basada en atribuir un número a cada letra del nombre y apellido. Tras una serie de operaciones con las cifras generadas, se determinan las señas de identidad de cada persona. Según el diccionario de la RAE, hipocorístico es: “dicho de un nombre que, en forma diminutiva, abreviada o infantil, se usa como designación cariñosa, familiar o eufemística”. El origen de los hipocorísticos está en la Grecia Clásica, deriva del griego hypokoristikós y significa acariciante o cariñoso, aunque su justificación reside en la creencia de que, ocultando el nombre de la persona, se la protegía de la ira de los dioses.  También fueron de uso en la antigua Roma. En nuestro idioma hay infinidad de hipocorísticos, entre ellos los muy comunes de Paco, Pepe o Lola. Un seudónimo es un nombre falso que se adopta, generalmente por creadores literarios, para encubrir el verdadero por diferentes razones como pueden ser tener más libertad de expresión, no ser perjudicado por un clima político religioso o social que penalizara su auténtico nombre o simplemente no ser conocido. Ricardo Eliecer Neftalí Reyes, adoptó el seudónimo de Pablo Neruda; Francisco Franco− autor de la novela Raza− se tituló como Jaime de Andrade o Aurore Dupin, amante de Chopin en Valldemosa, como George Sand. El alias es un apodo o sobrenombre que se añade o sustituye al verdadero también generado por diversas razones de todo tipo: afectivos, políticos, humorísticos e incluso despectivos y en muchos casos aludiendo a alguna característica física, moral o de afición. Los heterónimos no deben confundirse con seudónimos o apodos. Se utilizan esencialmente en la producción literaria y consisten en un nombre falso representativo de un personaje literario inventado, autónomo, diferente del creador, al que éste atribuye parte de su producción. Es como un alter ego de sí mismo. El caso de Juan de Mairena, de Antonio Machado −aunque él prefiere llamarlo apócrifo−o Alvaro de Campos del portugués Fernando Pessoa, son representativos de heterónimos. En el mundo de los actores, cantantes y otros de tipos de celebridades del espectáculo, es usual por razones eufónicas o comerciales utilizar seudónimos−llamados nombres artísticos− por los que pasan a ser identificados por el público con esas nuevas denominaciones. Usualmente relacionábamos esta técnica con actores y actrices de cine estadounidenses, pero hace tiempo está muy generalizada. Por citar algún caso emblemático en nuestro país, la manchega María Antonia Abad se rebautizó como Sara Montiel o María de los Angeles de las Heras pasó a ser Rocío Dúrcal.

"Durante muchos siglos portar dicho apellido constituía una indignidad, una vergüenza y un lamentable rechazo social por ser hijos ilegítimos"

Como dato curioso, puede señalarse que el nombre más común a nivel mundial es Andrea, presente en muchos idiomas y que lo portan tanto hombres como mujeres. Su origen es griego y su significado está relacionado con la fuerza y la virilidad. Comparte también su difusión mundial, el nombre de origen árabe Mohamed, con sus distintas variantes y teniendo el significado de: “aquél que merece ser alabado”. En el sector femenino, ocupa el primer lugar mundial el nombre de María, de origen hebreo-arameo, que asimismo presenta gran cantidad de versiones. En nuestro país, aunque se están produciendo muchas novedades, continúan siendo mayoritarios Antonio en varones y María del Carmen entre las mujeres. Serían innumerables las referencias existentes sobre variedad de nombres y apellidos, incluso combinaciones jocosas de los mismos de los que en algunos casos hay constancia real o pueden producirse. Por citar algunas curiosidades, recogemos que el apellido García, procedente del euskera gaztea, con el significado de joven, es el más frecuente en España y lo llevan casi millón y medio de habitantes. Quizá en consonancia con su espíritu ahorrativo, los apellidos catalanes son los que usan un menor número de letras, mientras que los vascos− también de acuerdo con uno de los tópicos, de exagerados, que los caracterizan− son los que usan mayor número de letras. Los apellidos castellanos son los más proclives a adoptar el carácter toponímico, con alusiones variadas a pueblos, ríos o comarcas. En el refranero no he encontrado muchas referencias a los apellidos, pero cito dos de ellos: “Mas honran buenos vestidos que buenos apellidos” y “Los hijos de ruin padre toman el apellido de la madre”. Existen curiosas anécdotas sobre el origen de los apellidos y se me ocurre citar una de ellas. Por qué muy numerosas personas en la localidad de Coria del Rio, provincia de Sevilla, llevan el apellido Japón. Hay que remontarse al siglo XVII, cuando una expedición de japoneses, arribaron a la ciudad con intenciones comerciales y buscando apoyo para los compatriotas que eran perseguidos en su país, por haberse convertido al cristianismo. Muchos de ellos, prefirieron no regresar a su tierra y se quedaron a vivir en la acogedora localidad sevillana, empezando a bautizar a los niños con el apellido Japón, que con el tiempo se hizo muy frecuente en el pueblo. Quizá uno de los orígenes más lastimosos, dio lugar al apellido Expósito. En el Imperio Romano, el padre de familia podía ejercer la potestad patria que le permitía la cruel decisión de abandonar fuera del hogar al hijo indeseado, abocándolo a la muerte de no ser acogido por alguien. La expresión ex pósitus significa precisamente “puesto fuera”, de ahí puede proceder el término Expósito. En gran medida, durante siglos, en las sociedades, motivadas por las dificultades económicas o por otras lamentables razones, se ha producido el abandono de hijos por parte de sus padres en inclusas o en las puertas de conventos o iglesias. A estos niños, de paternidad no reconocida, las instituciones que los recogían les ponían el nombre del santo del día o de quien los había encontrado o se iba a encargar de él y los apellidaban como Expósitos. Durante muchos siglos portar dicho apellido constituía una indignidad, una vergüenza y un lamentable rechazo social por ser hijos ilegítimos. Para evitar esta lacra, en muchas ocasiones, caritativamente, se obviaba el apellido Expósito y se les incluía apellidos comunes de la zona u otros referidos a elementos religiosos como De la Iglesia, de Dios, Gracia, Diosdado e incluso el aún más cruel, de Tirado. Fue el Rey Carlos IV, que reinó a finales del XVIII y principios del XIX, quien decretó, para todos los expósitos del reino, la legitimidad a todos los efectos civiles. Desde 1921 se permitió, en la legalidad española, el cambio para aquellas personas de apellido Expósito que lo deseasen. En la actualidad, se han superado aquellas lamentables discriminaciones de nacimiento basadas en la ilegitimidad y el apellido Expósito ha perdido, afortunadamente, las connotaciones negativas. Se calcula que, en nuestro país, más de 12.000 personas comparten dicho apellido. A pesar de ser un hecho habitual− al que no prestamos importancia− resulta llamativo que todos los árbitros de fútbol en España sean identificados por sus dos apellidos, cosa que no ocurre en otros sectores. Nos son familiares los míticos nombres de Andújar Oliver, Ramos Marco, Iturralde González o los actuales Del Cerro Grande, Gil Manzano o Mateu Lahoz. Esta particularidad en el colectivo arbitral, tiene una curiosa explicación. A finales de los 60, irrumpió en el arbitraje un colegiado murciano llamado Angel Franco Martínez. En aquella época regía la dictadura de Francisco Franco y no sé si por sugerencia suya o por decisión de aplaudidores que lo acompañaban, se decidió que era peligrosa la coincidencia del primer apellido del árbitro con el del dictador. Podría aparecer algún titular periodístico, ante un mal arbitraje, del estilo de: “Franco culpable”, “Actuación desastrosa de Franco” o “Franco es muy malo” que, subliminalmente, se identificaran con el entonces Jefe del Estado. Como elemento corrector, hubo una instrucción extensiva, sin excepción, a todo el conjunto arbitral de fútbol− que permanece en la actualidad− por la que debían identificarse los mismos con los dos apellidos, con lo cual se difuminaba la coincidencia del susodicho Franco Martínez o los que pudieran acceder al arbitraje con el apellido del mandatario. Al finalizar la Edad Media, toda la población llevaba ya un apellido. Sin embargo, cuando se llegó al siglo XVII, la aristocracia y las clases altas, imbuidos de un espíritu clasista, para distinguirse del vulgo, optaron por incluir un segundo apellido, con la deferencia de asignarlo como procedente de la madre, separándolos con la conjunción ”y”. La idea fue también copiada por los criollos en las posesiones americanas y en la propia nación española fue adoptado el sistema por otras clases sociales, de tal manera que en el siglo XVIII casi toda la población llevaba dos apellidos. Ciertamente sin una constancia documental oficial, salvo en los registros parroquiales al recibir el bautismo. La Iglesia había determinado en 1564 con el Concilio de Trento, que las parroquias debían elaborar obligatoriamente un listado de bautizados incluyendo nombre y apellido. La llegada del Estado liberal en el XIX y la necesidad de crear un censo de población, llevó en 1871 a la implantación legal del Primer Registro Civil, en el que se determinó, legal e institucionalmente, que los ciudadanos estarían identificados por el nombre y dos apellidos, el paterno y el materno. En España está en vigor la Ley 20/2011 de 21 de julio, del Registro Civil. En la misma se especifica que las personas se reconocerán por su nombre, al que tienen derecho desde el nacimiento, y los apellidos, determinados por la filiación. Los progenitores acordarán el orden de transmisión de los respectivos primeros apellidos y en caso de no ponerse de acuerdo, será el Encargado del Registro Civil quien decida el orden, siempre considerando el interés del menor. Esta prerrogativa también la tiene el Encargado para los nacidos de filiación desconocida, a los que impondrá un nombre y unos apellidos de uso corriente. En caso de una sola filiación reconocida sus apellidos determinan los del nacido, pudiendo el progenitor decidir el orden de los mismos.

"La Iglesia había determinado en 1564 con el Concilio de Trento, que las parroquias debían elaborar obligatoriamente un listado de bautizados incluyendo nombre y apellido"

Los progenitores deben tener en cuenta que la decisión adoptada en el primer nacimiento de su relación, se mantendrá obligatoriamente en los siguientes nacimientos con esa filiación. En dicha primera inscripción pueden solicitar que se incluya la preposición “de” y las conjunciones “y” o “i” entre los apellidos. La elección del nombre propio tiene unos condicionantes tales como que no podrán imponerse más de dos nombres simples o uno compuesto−el recientemente fallecido Gala, se llamaba Antonio Angel Custodio Sergio Alejandro María de los Dolores Reina de los Mártires de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos−, que no sean confusos o contrarios a la dignidad de la persona y que no lo lleven alguno de sus hermanos o hermanas con los mismos apellidos, si viven. La ley permite, a petición del interesado mayor de 16 años, el cambio de su nombre probando el uso habitual del mismo. Asimismo, puede solicitarse un cambio en sus apellidos por declaración de voluntad o por expediente. En el primer caso podrá cambiarse el orden de los apellidos e incluso incluir “de”, “y” o “i” entre ellos. En el segundo podrá hacerse el cambio en los siguientes casos: cuando con la nueva propuesta se demuestre que es utilizada habitualmente por el peticionario; que cuando se pretenda la unión o modificación le pertenezcan legítimamente; cuando el apellido original cause indignidad o inconvenientes y en casos excepcionales de urgencia, necesidad o necesario cambio de identidad por orden del Ministerio de Justicia. En la actualidad, con la flexibilidad legal para cambio, modificación o supresión de elementos identificativos como el nombre o los apellidos, ligada también con la diversidad de géneros de reciente aparición, que reclaman una identificación particular, se van modificando las costumbres tradicionales. Hasta es posible que con el tiempo, nombre y apellidos desaparezcan y cuando te pregunten cómo te llamas, tendrás que responder con un código alfanumérico o virtual, asignado, de identidad.

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