Los líderes mundiales andan jugando a los gallitos de taberna de mala muerte. No es que me cabree, es que me da muy mala grima. Por la vida, ya ven, que no valoran en nada los que no quieren la muerte digna dada por nosotros mismos, aduciendo que no somos dioses para regularla, pero después se quedan tan tranquilos cuando un prenda juega a los cohetitos.
La vida era más fácil cuando los humanos nos tirábamos piedras a la cabeza. Más bestial no hay duda, pero nunca menos cruel que la gran sociedad que vestimos ahora de indiferencia, menosprecio e hipocresías bien combinadas. La gente muere ahogada para tener la oportunidad prosperar, mientras que nosotros cambiamos de canal. Homenajeamos a los que se implican pero desde la retaguardia de despachos, cocinas y francachelas porque nacimos de úteros confortables que añoramos cada día. Somos pacifistas de boca, idealistas de película de ficción y agradables a larga distancia. Los coreanos deben estar tan acojonados como el resto de la humanidad solo que más cerca, con la disculpa de que ellos no votaron lo que tienen y los americanos sí. Y siguen en ello. Con twiter por medio. Como el judío que se quería convertir en “el Decamerón”.
Los puntos van sobre las ies y nadie puede cambiarlo. No queremos cambiar nada, porque somos tan acomodaticios como el punto de la i aunque el palo de abajo se nos esté metiendo por las entretelas. Aguantamos lo inaguantable porque nos dan tregua, salida de sábado y francachela del domingo con gente tan cansada y acomodada como nosotros mismo. La bicicleta, la caminata y la marea baja es lo que tienen, que nos dispersan las dudas y la mala hostia. Cualquier día no será una montaña la que destruyan sino nuestras tejas, la tela asfáltica, la azotea donde soñamos con beneficiarnos al Presidente de la Comunidad cuando su pareja mire para otro lado.
Será ahí mismo donde caiga porque un prenda con poder se habrá levantado de mala leche y la pagará con el mundo, como hacen todos los prendas del mundo loco que tenemos que habitar. Porque no hay cohete que nos saque de él y si lo hubiera seguro que llevaría entre sus pasajeros al puñetero del prenda siguiente que acabará con el sistema planetario a poco que le dejemos. Lo mismo solo somos un virus letal para nosotros mismos. Quién si no engordaría hasta matarse o adelgazaría hasta matarse. Quién crearía modas que te atormentan, distinciones que separan a los niños, los acosos, las violaciones, los robos, los secuestros y las extorsiones. Quién. Quién tendría hijos con esos cohetes planeando sobre nuestra conciencia volátil.
Y sin embargo amamos, desmesuradamente. Nos damos más allá de cualquier trato, de juegos de engaños por completo, sin límites, ni pautas. Porque queremos más que a nosotros mismo, por encima de toda cordura de prenda imantado. Y transmutamos, como los capullos en mariposas, como los pokemon en guerreros, como las bolas de dragón en algo más que matar por matar.
Nunca seremos Ángeles, pero enamorados lo parecemos porque ese amor nos da fuerza, nos consume y vuelve a hacernos emerger, libres de toda la miseria humana. Lástima que no sea contagioso porque nadie enamorado es capaz de jorobar, ni de lanzar cohetes que maten por miles o millones. Nadie sería capaz. Pero no se pude inocular, ni contagiar, ni traspasarlo como la envidia, el desprecio o el resquemor. Sería la única forma de protegerse de un idiota, inoculándolo, enamorándolo y haciéndolo transmutar. Cambiando cohetes por ilusiones y esperanzas para no dejar nunca de soñar.
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