Opinión

Un cómico pintado por Goya viene a vernos

Nada sería más de agradecer que uno de los retratos que Goya hizo a hombres destacados de la Ilustración, el del actor y amigo, Isidoro Máiquez, consiga convocar de manera masiva a los vecinos de este pueblo y conducirlos a la Pinacoteca Municipal, la de las Murallas Reales. Permanecerá colgado todo septiembre. Goya lo pintó en 1807. El cómico tenía, en aquel momento, treinta y nueve años. Ya su fama había logrado eclipsar a otros intérpretes de la farándula española. Le faltaban, aún, trece para morir, en Granada, desterrado, sin apenas recursos; enfermo de la mente y una situación de pobreza tal, que su hija no pudo costearle un entierro modesto. Sus restos acabaron en una fosa común. De Máiquez, pintado igualmente por Goya, existe otro lienzo muy asimilar al que nos ha mandado el Prado, en Art Institute de Chicago.
Vuelvo a lo anterior; cuánto nos gustaría que la estancia del retrato de Máiquez, en Ceuta, despertase el interés que se merece entre nuestros paisanos, pues es harto conocido que somos poco participativos en acontecimientos de esta clase. ¡Alabado sean los dioses, las múltiples divinidades que aquí se agrupan, ya que estoy completamente seguro que lograr el ‘milagrito’ de un comportamiento inverso, se lo deberíamos a fuerzas celestiales. Son las únicas capaces de romper el maleficio de la indiferencia caballa, una de sus ‘señas de identidad’. Ya es de viejo saber que somos de mirarnos de continuo el ombligo, el hoyo más feo de la anatomía humana, incluso taponándolo con un brillante de Chocrón. O como me dice mi sabio amigo, Adolfo Hernández, esta es una tierra que acostumbra a recrearse en todas las charcas, como Narciso, y todo lo demás ni le preocupa ni le interesa.
Digámoslo una vez mas: el retrato de Isidoro Máiquez bien vale atravesar el Puente del Cristo. Estamos ante un cuadro tan genial como genial fue el personaje retratado. De Máiquez escribieron sus coetáneos, los que le vieron y aplaudieron en los escenarios; también los historiadores del teatro, entre otros Cotarelo y Mori, que me sirve de fuente informativa. Todos coinciden en calificarlo como el mejor actor de su época y quien por su vinculación a los círculos reformistas, percibió que también la escena española precisaba con urgencia de una renovación; cambios que podrían hacerse aplicando las nuevas reglas procedentes de la dramaturgia francesa. Las simpatías por Francia fueron las que llevaron a Máiquez a ser catalogado de antiespañol, además de acarrearle graves problemas en lo personal y en lo profesional. Aquí puede que residan las causas de que se olvidaran de él en las carteleras; de su ruina económica y el estado depresivo que le llevó a la tumba. Máiquez acabó sin nada, habiéndolo tenido todo.
En Máiquez, pues, como en Jovellanos, Moratín o Cadalso, nos hallamos ante un afrancesado. Igual que Goya. A todos (y muchos más) los eternos ceporros intransigentes, los tildaron de traidores. En el caso del actor, hasta desconocerían que había participado en el levantamiento popular contra las tropas napoleónicas, el dos de mayo de 1808. Lo paradójico fue que el propio hermano del emperador, José I, “Pepe Botella”, lo eximió de penalizaciones en asuntos judiciales e incluso lo benefició con ayudas para que prosiguiera la labor en pro del teatro nuevo.
Francia fue el referente de Máiquez y otros liberales, para esos cambios que precisaba la sociedad española y que él lo llevo al dominio que mejor conocía: las artes escénicas. El teatro era de urgencia modernizarlo, estructural y literariamente. Despojarlo del lastre que arrastraba de un barroco epigonal. Aliviarlo de una escenografía repleta de máquinas y artefactos, con un exceso de tramoyas que oscurecían y velaban los textos. Teatro para asombrar a la gradería y sin ninguna pedagogía de lo útil, consigna de todo el pensamiento de la Ilustración. Discursos que, como papagayos repetían actores y actrices, en los que no se declamaban los versos, sólo se gritaban. Chillidos y gesticulación fueron modos de definir el espectáculo que, pese a anunciar su decadencia, lo hacía muy lentamente. A esa caída, Máiquez colaboró.
Máiquez reconoció que él también había hecho uso de ese teatro y de los vicios que le aquejaban, aprendidos, sin duda, de sus padres, actores. La crítica, cuando estudia a nuestro personaje, lo censura en esa primera fase de su profesión de cómico.
El retratado por Goya, siempre tuvo muy claro que para ese teatro diferente con el que soñaba, precisaba marcharse a Francia y aprender del maestro Talma, genio de la escena gala que proyectaba sus enseñanzas a los suyos y a toda Europa. En Máiquez, Talma encontró su mejor discípulo y así lo reconoce en varias ocasiones, al considerarlo como uno de los mejores intérpretes del continente. Y como ejemplo, citará el ‘Otelo’, de Shakespeare. Hasta entonces, nadie había podido superarlo en el papel del celoso moro veneciano.
De Talma se trajo, igualmente, la idea de que el actor deber ser en el teatro, un hombre de formación completa, en ética y estética. Para Máiquez (también idea del francés), el cómico estaba obligado, cuando sale a escena, a buscar la verosimilitud de lo que representaba. Según el murciano, todo ha de empezar cuando el actor es consciente que en él nace el héroe de la comedia o el drama. El personaje, pues, hasta que no está entre las tablas, no es más que un boceto, sustentado por la palabra escrita, el texto; faltándole la catadura que lo transforme en algo vivo y convincente. Esto es lo que nuestro retratado por Goya se exigió a sí mismo y a los futuros cómicos que aprendían en la Escuela Nacional de Declamación que Isidoro Máiquez creó. De ese centro partirían muchos de los comediantes del Romanticismo, los que se vieron obstaculizados por múltiples razones a expansionar esa manera nueva de interpretar que ha perdurado hasta buena parte del siglo XX. Con el retrato que le hizo Goya, Máiquez recupera parte de la fama que el absolutismo borbónico le hizo perder.

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