Si la sabiduría fuese amarilla, no la querríamos. Nosotros con destacar ya tenemos bastante. De las cartas entre Delibes y Umbral se deduce que esto del enchufismo literario venía de antiguo, pero ahora se nos estulticia más porque conocemos los nombres de los que lo imparten. En cada casa de vecino (llamémosle ciudad) hay caciques ascetas de bibliotecas, editorietas y mamandurrias que son llamados al mayor grado de la perfección de decidir si otros son genios o meros pasantes de letras.
Nunca he querido ser jurado y cuando me he visto obligada por el valor de las pesetas, he intentado hacerlo con la cara partida que es como hago la mayoría de las cosas. Sé que no soy fácil -ni amigable- , ni doblo la espalda. Tampoco hago pelotillas de maíz sacadas de los pies ajenos. Ni me da por comer plátanos o coquitos para prosperar en la vida, lo mismo porque tengo la suerte de tener un techo bajo el que socorrerme y una inteligencia muy medianera que me da para llenar mi plato y el de mis deudos.
A mí no me importa que no me lean, lo que me jode es que digan que publique porque eso es tamaña aventura que ni Ulises emprendería. Pero si quieren que les diga la verdad, es que soy asocial y no me gustan las fiestuquis, los amiguichis, ni las soplapolladas de ir de aquí a allá para ventilar las nalgas. Creía en mi soberana estupidez que Delibes era un escritor a la antigua, metido entre sus escritos y su vida, cazando, vegetando, suspirando y tosiendo, cuando leo que gustaba más de un reconocimiento que el novatillo que va a un premio literario sin que nadie sepa de él y que cuando hace un concurso en su aldea te mira con ojos expectantes y te ruega leas su obra para decirle donde falló, porque no entiende que el premio no se hayan dado a él. Esto pasa. Algunas veces. Otras, aparece una señora a tu lado con mirada de escopeta. Piensas que va a felicitarte, pero te impacta en la cara diciéndote “qué le has hecho al jurado porque el libro que escribió mi hija era mejor que el tuyo y no entiendo por qué no la han premiado a ella”. Esto de los premios literarios, concursos y demás tiene para mil anécdotas, pero no les entretengo más que seguramente deben pasar página y además impares porque tienen más tirón, como decía el pobre de Julio Braña junto con el libro de Literatura de mis hijos.
No tengo solución, ya les digo. Pero me da igual porque vivo tranquila, la conciencia a cuestas y sin importarme nadie. No divago del ser humano porque hace mucho que le perdí la confianza a esta especie invasora del Todo, que encima critica a otras especies con ese nombre porque las han llevado de paseo de un lugar a otro del que no eran, homólogos suyos. Ese es el mal que nos asola junto con la soberbia… la hipocresía. Porque ya no es fenómeno de masas la bondad Disneyniana, ni se va a misa más que para tranquilizar conciencias, porque el covid se ha cargado operaciones, cirugías, enfermedades y misas de guardar que no hay como la muerte cercana para que te entre el miedo reciente.
Me gusta divagar, soy consciente y de paso poner en un aprieto a los pobres redactores que deben sacar un resumen de mis textos para cubrir la entradilla. Pobres ellos, que estudiaron periodismo para ser como Umbral, cuando solo había uno que escribía como le daba la gana y que para ganarse las galletas tuvo que doblar, recoger y comerse más de un plátano. Cuando tanto relucían sus yemas de los dedos porque el polvo de Ángeles es mucho mejor que el de hadas. Pero la confianza solo la tienen los idiotas y las menores de 16 que se remojan las ganas en ajenas consecuencias.
El destierro mental no está nada mal, ni hacer las cosas a la asceta, ni planchar pies y apretujarlos a la salida de toriles para verlos pasar, enfundados en bravura simulada y estupidez suprema. Cómo disfruto con mi cueva y mis grietas. Privilegiada por poder decir lo que me dé la gana. Privilegiada porque me lean aunque solo sean unas pobres almas, tan sedientas de verdad como la mía.
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