Opinión

Colón y la obra de España en América

Los seres que nos llamamos “racionales” y “humanos” cada vez parecemos más “irracionales” y más “inhumanos”. Y así se explica que el mundo ande desquiciado, cada vez más radicalizado y más falto de valores y principios. Ahora, apenas se dialoga, ni se razona; enseguida nos echamos a la calle blandiendo nuestra irascibilidad y los malos modos; nos hacemos violentos, vanidosos, prepotentes y arrogantes como si sólo nosotros estuviéramos en posesión de la verdad absoluta y fuésemos del pensamiento único que los demás tienen que asumir, porque, si no, la que enseguida se arma.

Creo que en la vida todos tenemos que serenarnos, ser más sensatos, tener menos acritud y ser más tolerantes los unos con los otros. Tenemos que hacer constante equilibrio, dialogando, limando asperezas, cediendo cada parte en aquello que pueda ser humanamente comprensible y razonable de cara a evitar el enfrentamiento a través del entendimiento, al acuerdo y la paz. Todos deberíamos hacer constantes equilibrios y contrapesos, saber tener “mano izquierda” y “mano derecha” para poder “torear” los problemas de la vida y salir airoso de las “faenas” más difíciles, como decía en su libro “La Tauramaquia o Arte del toreo” el maestro José Delgado Guerra, “Pepe-Illo”. Y hay que buscar más la virtud y el bien en el término medio, como Aristóteles nos decía, anteponiendo la cordura y la sensatez, huyendo de los extremos y de las posturas enrocadas.

La violencia en los modos, comportamientos y actitudes, no es buena consejera. Las guerras personales hay que procurar no tener que hacerlas, si acaso, como último recurso insalvable y sólo si son legítimas, justas y conducen a la paz; porque la violencia engendra más violencia y ésta echa todo a perder. Y hoy todos estamos demasiado predispuestos a blandir las espadas en alto y a echamos a la calle. Somos demasiado pendencieros y tentados a buscar la gresca en las nuevas guerras personales, que suelen ser menos letales que las guerras bélicas antiguas, pero tienen mayor crudeza social y humana porque incluyen espectro de acciones reprobables e inadmisibles desde el punto de vista jurídico, ético y moral, ya que destruyen la convivencia y afectan a la dignidad y los derechos humanos de las personas.

Buen ejemplo de ello podrían ser las nuevas guerras psicológicas que el mundo vive, las de las de la teorías de la conspiración, la guerra contra las pandemias, contra la propaganda (bulos y fake news o mentiras), las guerras sucias para intervenir en los resultados electorales a través de medios telemáticos, también las guerras biológicas, las del cambio climático, las fantasmagóricas, las de los populismos exacerbados, las de las guerras raciales, xenófobas; y, últimamente, la guerra de las estatuas. Y precisamente, a esta última me quiero hoy referir en su candente actualidad.

Porque hay que ver la que se ha armado con la injusta y triste muerte del norteamericano de color George Floyd y el derribo de las estatuas de Colón. Pienso que ningún policía del mundo se puede arrogar el derecho a matar a ningún ciudadano sea del origen, raza o condición que sea; no hay ningún motivo que lo justifique. La muerte de una persona es siempre muy triste y una pérdida irreparable. Quien nace a la vida natural, sólo debe morir también por motivos naturales. Por mucha autoridad que se quiera conferir a un agente, nunca debe llegar hasta el extremo de impedirle la respiración hasta estrangular a un detenido, incluso si hubiese sido un delincuente convicto y confeso, apretándole con su rodilla en el cuello hasta asfixiarlo estrangularlo, pese a no haber puesto al policía en inminente peligro y a pesar de las insistentes advertencias del agredido de que no podía respirar. Eso es una aberrante monstruosidad, más propia de policías dictatoriales en el país que dice ser garante de la democracia y la libertad en el mundo occidental.

A ese agente, deben depurársele las presuntas responsabilidades penales en las que haya podido incurrir. Nadie se debe tomar la justicia por su mano hasta matar, máxime si se trata de un agente de la autoridad que, además de velar por la ley, la seguridad y el orden, tiene también por inexcusable deber la protección de los derechos fundamentales de las personas. Para inculpar, juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, para eso, están los jueces y tribunales. Y a la policía debe dotársele de medios adecuados y eficaces de disuasión para no tener que recurrir a tan graves extremos. Debe conciliarse la seguridad con la libertad y la dignidad humana.

Pero igualmente hay que decir en justicia que hechos puntuales aislados de tal naturaleza, en modo alguno son imputables de forma genérica a la policía como institución para luego promover genéricamente tan graves desórdenes públicos como los organizados por grupos antirracistas y antiesclavistas dedicándose salvajemente a la represalia y ajustes de cuentas mediante el vandalismo, el saqueo, el pillaje, la quema del mobiliario público e incitar a la revuelta popular en numerosas ciudades de los EE.UU. y en casi todo el mundo (Alemania, Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Portugal, España, etc), que luego han dado lugar a la muerte de otra persona más de color. Seguro que hubieran evitado esta segunda muerte y conseguido mayores adhesiones a su causa si en sus justificadas protestas se hubiesen limitado a llevarlas a cabo enérgicamente, pero sin tanta violencia, sin saña, sin revancha ni provocación. Esto último ya resulta desproporcionado y, además, incurre en gravísimos errores que le hacen perder la legítima razón que en principio habrían tenido sin echar tanta leña al fuego.

Y es que los activistas de color han caído así en provocar ellos la misma injusticia que con sus manifestaciones querían reparar. Y han cometido graves errores con los que ellos mismos se han desacreditado y se han deslegitimado en cuanto han empezado a romper, arrojar y decapitar estatuas de Colón y de otras personalidades. Como es bien sabido, Colón descubrió América, una de las gestas más transcendentes de cuantas se han hecho en el mundo; pero a nadie mató ni esclavizó: no fue ni conquistador, ni genocida y ni siquiera llegó a pisar Norteamérica. Esas estatuas y monumentos que ahora derriban, hace cientos de años que les fueron erigidas en su reconocimiento y honor por el mismo país y sociedad estadounidense que ahora, ¿cómo pueden derribarlas y decapitarlas?.

Más ni Colón ni España esclavizaron allí a nadie. Cuando descubridores y conquistadores llegaron a América, la esclavitud ya existía instituida por los propios indígenas al igual que en España se implantó desde los romanos. También había allí clases sociales duramente explotadas por los propios caciques indígenas. Refiere el padre Jerónimo Rodrigues (portugués), en su obra “Crónicas de América”, escrita en 1605, que el temor de los tripulantes conquistadores que llegaban a América, era el de ser devorados por los indios si no les compraban esclavos que ellos ofrecían a cambio de los alimentos; y no sólo los esclavos ofrecidos en venta eran de tribus enemigas, sino también pertenecientes a las propias familias que los vendían. Y fueron los Reyes Católicos los que también promulgaron las leyes sociales de Indias y de igualdad de los indígenas con los españoles.

Sépase que España fue la primera potencia colonizadora que abolió la esclavitud de los indios en 1512 por las Leyes de Burgos, excepto en Puerto Rico y Cuba que siguió vigente hasta 1873 y 1880, respectivamente; mientras que en la propia metrópolis española la esclavitud no se abolió totalmente hasta 1766. Las demás potencias colonizadoras que después llegaron a América fueron las que continuaron con el comercio de esclavos y se inventaron la “leyenda negra” contra España, envidiosas de no haber sido ellas las que la descubrieran. Pero, además, ya he dicho otras veces que aquellos hechos de la conquista sólo pueden valorarse y medirse con el metro histórico de hace más de 500 años, cuando los derechos humanos no existían, las conquistas se legitimaban con la toma de posesión al pisar los territorios, antes autorizada por Roma.


No se puede juzgar aquella magna obra aplicando la legislación y los criterios actuales, aunque, sin duda, se cometieran excesos. Decía el historiador norteamericano Charles F. Lummins: “A pesar de los juicios poco estudiados sobre Hernán Cortés, éste no fue un conquistador cruel. No tan solo un genio militar y un estadista, sino que trataba a los indios con mucha clemencia y era querido por ellos”. De no haber sido así, ¿cómo podía haberse ganado a miles de indígenas contra Moctezuma y conquistar todo el imperio azteca con sólo 400 españoles que él llevó, si sólo en la Noche Triste los indios le mataron más de 800 hombres de los 2.000 que a su lado combatían?. Y el historiador, también USA, William Maltby, igualmente escribió: “Ningún historiador que se precie puede hoy tomar en serio las denuncias injustas del padre De las Casas”. Porque dicho religioso, que denunciaba la esclavitud, luego él mismo llegó a tener varias encomiendas a su cargo, en las que tenía trabajando a esclavos indígenas.

Lo dice alto y claro el que fuera Director de la Academia Española en Nueva York, Odón Betanzos, con ciudadanía norteamericana: “…Y no me vengan a querer medir la conquista con la crueldad de una época; ni la historia de ayer con los puntos de vista y formas de actuar y decidir de hoy. Y recuerden, que quien creó la leyenda negra contra España, cortaba cabezas entonces y las siguió cortando después en su ferocidad arropada en hipocresía”.

Escribe Bernal Díaz del Castillo en su “Verdadera historia de la Nueva España” (Méjico), cómo él presenció en Cempoal (Méjico) que Cortés mandó ahorcar al soldado Fulano de Mora por haber robado una gallina a un indio, cuando las tropas españolas estaban hambrientas, teniendo que comer raíces de árboles, zorros hediondos, serpientes y otros animales repugnantes; aunque luego por la mediación de Pedro Alvarado le conmutó la pena por otra más leve. Ese es buen ejemplo de cómo los españoles respetaban las propiedades indígenas.

Pero qué poco sale a la luz que España llevó a América una cultura superior, el encuentro civilizador. Se construyeron escuelas, viviendas sociales, fundaron asociaciones benéficas, obras pías, 30 Universidades, más de 40 suntuosas catedrales y miles de escuelas hasta en los últimos rincones, más cientos de edificios oficiales que hoy forman un conjunto monumental de primer orden; enseñaron múltiples nuevos oficios y formas de producción a los indígenas, y todo un cúmulo de bienes, más las nuevas 20 naciones que España legó a América. Por algo será que hoy miles de personas de aquellos lejanos confines vienen a España buscando, con su trabajo honrado, con nuestra misma lengua y al calor de la misma cultura y de su sangre mezclada con la nuestra, pues un mundo y un futuro mejor.

De todas las potencias colonizadoras que pasaron por América, ninguna hizo lo que hicieron los españoles: fundir generosamente su sangre con la de los indígenas, emparentándonos con ellos familiarmente y dando lugar al mestizaje, poniéndoles nuestros nombres y apellidos que hoy muy a gala casi todos llevan como sello inconfundible de la hermandad de sangre que compartimos. Mientras los países que llegaron cuando nosotros nos vinimos, practicaron allí y en otras muchas partes del mundo la segregación racial, la discriminación étnica y el “aparheid” más separador.

Y a los EE.UU., fue España uno de los países que más les ayudó, con nuestro Ejército, medios personales y materiales, a conseguir su independencia. ¿A qué viene ahora tal inquina contra Colón y España, deliberadamente orquestada por grupos antisistema?. Lo primero que deberían hacer es leerse y enterarse bien de la historia y la ingente obra de España en América, porque hasta confunden el descubrimiento atribuyéndoselo a Italia, cuando está probado que todo se hizo pagado y ejecutado por España. Italia, ni siquiera quiso oír a Colón cuando le expuso su plan. Con supina ignorancia sobre la historia de América, no hacen sino acreditar la grave tergiversación histórica que del Descubrimiento se les ha hecho.

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