El Coliseo. Keih Hopkins y Mary Beard. Barcelona, Crítica, 2024
Los monumentos, esas construcciones artísticas erigidas para dejar constancia histórica de personajes importantes o de episodios gloriosos, además de ser invitaciones al recuerdo, nos transmiten unos mensajes didácticos que, a veces, son contradictorios: pueden estimularnos para que imitemos o, por el contrario, para que condenemos determinados comportamientos. En todos los casos poseen unos caracteres fúnebres porque, además de mostrarnos la admiración y la gratitud de quienes los han erigido, nos descubren la vanidad y, a veces, la crueldad de algunos comportamientos humanos.
También son formas de disimular lo efímeras que son nuestras experiencias y de expresar nuestros deseos de perdurar dejando huellas del presente. Junto a otros móviles, también respetables, los monumentos nos revelan los deseos de mostrar la magnificencia y lujo de sus bellezas artísticas, de transmitir mensajes morales y, a veces, de denunciar trágicas crueldades humanas.
Un ejemplo paradigmático es el Coliseo, el monumento que la Roma imperial levantó a la guerra. Fue inaugurado el año 80 antes de Cristo y su grandiosidad arquitectónica nos sigue sirviendo de soporte significante de la crueldad de un hecho original: Los sangrientos combates entre gladiadores y los martirios de cristianos. Si reconocemos que el esplendor del mayor anfiteatro de Roma nos despierta admiración, también es cierto que la sangre de los esclavos en él torturados nos produce vergüenza.
Este lujoso, documentado y riguroso estudio, elaborado por dos reconocidos especialistas -Keih Hopkins y Mary Beard- nos explica con claridad y con belleza cómo esa construcción, más que ocultar, desvela unas verdades que son descifrables mediante la mirada privilegiada de los análisis y de la reflexión. Pone de manifiesto cómo, este monumento, convertido para los visitantes actuales en el símbolo de la Antigua Roma, nos genera diversas preguntas sobre las diferencias entre aquella y nuestra sociedad y, a muchos, nos despierta algo de desprecio y mucho de compasión.
Oportunas son, a mi juicio, las referencias de las descripciones y valoraciones de algunos escritores como, por ejemplo, Lord Byron, Nathaniel Hawthorne, Edith Warton o Dikens de una construcción arquitectónica que se ha convertido para nosotros en una definición material y sensible de la antigua Roma. A mi juicio, son valiosos los análisis que, además de reconocer su esplendor, explican cómo este símbolo de crueldad y de violencia, sigue en pie favorecido por una suerte contraria a la de otros espacios imperiales que, como, por ejemplo, el Palatino, han desaparecido.
Estas detalladas explicaciones del Coliseo, como un escenario para los juegos y para los entretenimientos de pueblo, definen también aquel modelo de relación política establecido entre el emperador y los “gobernados”. Nos recuerda que es allí donde “el emperador se enfrentaba cara a cara con su pueblo, convirtiéndose en símbolo de encuentro entre el autócrata y aquellos a los que él gobernaba”.
En mi opinión, esta obra bella, rigurosa y oportuna constituye, además, una valiosa aportación para conocer los procesos de construcción, conservación y restauración arquitectónica y, sobre todo, un análisis de sus significados y de sus funciones políticas, sociales y, en ocasiones, religiosas. También para nosotros, los lectores, esta obra lujosa, documentada y bella, constituye un grato recreo y un estímulo para la reflexión.
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