Qué bonitos recuerdos los de mi ciudad, qué juventud más limpia nos brindó el entorno de mi existencia. Aquellas distancias cortas te daban la oportunidad de recorrer muchos espacios de su estructura. Mi ciudad se comunicaba igualmente por subterráneos que igualaban todo su perímetro. Hubo un tiempo cuando todavía era muy joven que, por coincidir en las clases del instituto, me hice amigo de gente con muchas necesidades, hijos con padres que se jugaban la vida todos los días en los estribos del mar. De ese mundo de casas de hojalata, sin baño, habitaciones para seis, de ratas familiares, saqué el jugo que luego me serviría para formarme una personalidad.
Iniciamos nuestro camino cuando éramos esperados en la clase de turno. Las ausencias al instituto fueron una constante en aquel año con tintes diabólicos, de disfrutar de la ciudad en sus sótanos gélidos, tétricos, fantasmagóricos, de aquellos momentos que se reproducían en el tiempo y que su morbosidad producía sensaciones difíciles de tratar.
Con un frío de muerte, palpitábamos con la sensación de que allá abajo estábamos libres de la realidad de un mundo de infierno, de las manos frías de aquel que todavía no amaba… y es que de aquellas historias controvertidas, esperpénticas, en aquella desgracia continuada, se movían latidos que eran capaces de sacar más de una lágrima, casi todas pérdidas, huidas…
-Yo temo que un día mi padre no vuelva, que un oleaje se lo lleve. No sé qué sería de nosotros.
El silencio se apoderó de la estancia porque de esa forma se respetaba aquella reflexión.
-Te puedes imaginar cómo estamos en mi casa, con mi padre preso en el Hacho y sin que tengamos la ilusión, el presagio de que pronto lo tendremos con nosotros. Mi padre no sabe cuál es el delito para su reclusión. Pero allí ni saben por qué retienen a seres humanos-.
De aquel cuento verídico llegué a sentir nauseas. No conocía la realidad de aquel continente de una prisión que si percibía. La veía a menudo pero siempre creí que no tenía ocupantes. Cuando salí al exterior de aquellas cuevas, todo me parecía nuevo y algo me hizo saber que aquel día, maravilloso día, mi corazón latió como aquel caballo que un día buscó cabalgar sobre una nube blanca
Llegó ese día en el que quise rendir homenaje a los hombres que estuvieron presos por ningún motivo en aquel eslabón perdido de la mente humana, en aquel sendero de un estrecho camino, desposeído de su esencial derecho al respeto al que obliga la condición humana. Hice una poesía que titulé “Día aquel que eras puerto”, que iba dedicada a un espacio, a aquella unión que no tuvo continuidad pero que nunca quedó en el olvido, en la cuesta que besaba el puerto de pescadores, a un hombre que sufrió de amores y soñó en su libertad asido al ala de un ave… sentí que aquello me llenaba pero necesitaba culminar aquella obra. Que hacía falta algo más, que no podía dejar a medio terminar tanto sentimiento acumulado, que debía expresar con vehemencia el sufrimiento y padecimiento que exhalaban aquellos muros corroídos por el lamento profundo de aquel preso que, un día, tuvo la mala suerte de ser claro y honesto, que desgarrado de su calor familiar, tuvo que soportar el frío calor de un verano que fue otoño y que el invierno nunca fue respetuoso. Una noche, cuando en la esquina algunos se miraban y él besó la libertad, osó acercarse a la ventana que daba a un patio andaluz y en el que una mujer hacía años le esperaba. Fue en aquel lugar donde unas manos se unieron unos instantes, unos labios se rozaron cerca del kiosko que a la lonja bajaba y un hombre recordó aquel tiempo perdido, un minuto que no tenía segundos, divagó sin rencor, cogido al vagón del olvido de fríos y cicatrices… de ahí nace aquella poesía, amante de un amor, dormida en una almohada, humilde, cargada de cadencia.
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