Opinión

Colaboración | Ya están aquí

Los turrones -y otras incidencias navideñas-ya adornan estanterías de supermercados. La falta de productos (tan cacareada) no se nota en esas repisas metálicas llenas a rebosar de mercancía tan temporal como nosotros mismos. Es fecha mala en el calendario para los que penamos de soledad, como siempre me recordaba mi madre mientras ponía la cinta de los villancicos de su pueblo. Ella decía que los que faltaban hacían a la Navidad mucho más triste, porque los sitios que no ocupaban en la mesa eran mellas en el corazón. No lo decía textualmente, perdónenme la licencia catastrofista, pero ya me conocen. En algo sí que tenía razón, sobre todo en que la soledad mata.

Al parecer, antes que yo tuviera entendimiento suficiente para recordarlo, nuestra familia se reunía en celebraciones hasta que mi abuelo falleció. Tras ello mi abuela hizo lo que más o menos he hecho yo, tirando de soledad compartida con ausencias de muerto siempre presente. Vivió en esa agonía más de veinte años en los que nunca la vi vestida de otro color que el negro, a juego con unos ojos altivos y alegres a tiempos dispares.

La pérdida te sobrecoge. Eso no lo duden. Te transforma por completo, como si fueras una lata de refresco de aluminio entre sus manos exentas de calor humano. No te recicla, ni te convierte en algo nuevo, sino que te deja lastrada, asfixiándote, en cualquier papelera bien dispuesta a recibirte. A mí, mi muerto, nunca me dio añoranzas de Navidad porque él lo llenaba todo, incluidos los márgenes del calendario.

No había verano u otoño, primavera o verano que no lo cogiese por las solapas para hacerlo brillante solo para mis ojos. Supongo que por eso, no lo echo en falta en una época concreta sino que es minutero de alfileres clavados en el recuerdo cuando una moto pasa cerca o una voz llega con el viento de poniente. Esas añoranzas me lo traen tan vivo como lo fue hace más de cinco años y muchos días.

No sé si el dolor va por quinquenios o por docenas de meses como la Navidad. No sé si hay folletos que te prevengan de cogerlo o indicaciones de cómo puedes hacer para sobrevivir al tormento. En mi caso, lo tomo con resignación y alevosía, con estulticia y amaneramiento, con ronca voz de lágrima sin llanto y paso sin camino que enderezar la horma compuesta. Nos quedan días larguísimos de espumillón y panderetas, de comercios asiáticos a reventar de rojos. De jugueterías con bajo género y cosas que hay que regalar pero que no reflejan el amor ni el deseo, ni la soledad ni el hastío.

La vida me regaló besos castos, besos apasionados, besos infantiles, babas y mocos dados a puerta de colegio, a pie de guardería. Ahora me regala gritos adolescentes, risas vespertinas, carreras y más carreras sin destino fijo, porque los meses son irreverentes y solo se marcan por exámenes de biología y clases de idiomas. La temporalidad es lo que tiene y mi falta de previsión.

Esa es antológica como la de los grandes Estados, las de las luces o los recursos naturales; Las de la provisiones o las de los atascos vehiculares, que no hay como ver una final de “la última tentación” para entender que todo se puede arreglar si Fanny le pide matrimonio a Cristopher. Los turrones me dan grima, porque no sé si es que los de ahora son una soberana porquería o los de Cáceres (comprados en los mercadillos tradicionales) eran los mejores del mundo.

Es el tiempo que nos burla y somete a su bota campera, dándonos varapalo de ciego sin bula a la puerta del templo. Las tortas de almendra- gordinflonas y enteras- eran bocado de cielo. Ahora -en cambio- ni las marcas más ilustradas me hacen salir ni a la casapuerta. Tampoco mi dentellada es la que era, mellada por los disgustos y los espasmos curriculares. No me como las uñas por la impaciencia, sino a mí misma en el proceso del cambio a la nada más absoluta. Y aun así, los turrones lucen festivos, vestidos con camisas de colores, rellenos de esperanza y futuro, de buenas intenciones pegadas a una etiqueta.

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