La metamorfosis’ es un novela escrita por Franz Kafka en 1915. La historia trata sobre Gregorio Samsa, cuya repentina transformación en un enorme insecto dificulta cada vez más la comunicación de su entorno social con él, hasta que es considerado intolerable por su familia y finalmente perece.
Tengo que reconocer que escribir artículos supone una especie de catarsis con uno mismo en la que entro en mi interior y busco, en el inconsciente más profundo, historias en la que habito, una introspección sobre lo que siento, las percepciones subjetivas en las que las circunstancias van hilando una realidad invisible para la mayoría.
Gregorio Samsa sufre esas transformaciones aunque mantiene intacta su conciencia: la cotidianeidad de los gustos, la memoria,de los recuerdos; en definitiva, su presente y su pasado.
Todos sufrimos esa metamorfosis de Samsa: las edades, las primaveras que cumplimos, los otoños de cabellos canos y los inmensos inviernos sin salida abandonados a la suerte como los protagonistas de ‘Cien años de soledad’ . Cito textualmente “Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Parte de mi vida transcurre en el Instituto Luis de Camoens. Allí, como docente veo las generaciones ocupar las clases, profesores que fueron alumnos, madres y padres que también se sentaron en esos pupitres en los que ahora se sientan sus hijos.
Ya todo me es extraño pues, como dice el viejo Heráclito: “no te podrás bañar dos veces en el mismo río”.
Todo retorna pero nada se parece: la música, la moda, el lenguaje, los valores; la poesía que nos apasionaba ya no inspira la emoción de nuestros tiempos, los cantautores de ahora dejaron de reivindicar el cambio, una revolución parecida al mayo del 68.
Te das cuenta de la desubicación, de una lenta despedida irremisible a la que dejas de aferrarte cuando empiezan a flaquear las fuerzas. No es que seamos mejores ni peores respecto a los chicos y chicas del instituto; somos distintos, en un contexto poco parecido y nada comparable.
El protagonista de la ‘Metamorfosis’ se va transformando en ese inmundo insecto, en una cucaracha correteando por las esquinas con miedo a ser pisada o rociada con cualquier insecticida del mercado. Los ojos, las patas, la cabeza, el color negro azabache, las antenas afiladas como agujas: Ignacio es él mismo pero acucarachado, asustado por su aspecto tétrico y terrorífico. Su cerebro es el mismo, sus ideales son los mismos y también es el mismo el rostro que recuerda ,que se resiste a ser borrado.
Hoy he soñado que, mientras escribía este artículo, la pantalla del ordenador reflejaba un insecto negro y rojizo, aplanado, de seis paatas y antenas con una placa unida al tórax. La imagen dibujaba unos grandes ojos parece cuando la busco y aparece de nuevo en el monitor. lo diviso en el cristal de las gafas, en los ventanales, en las paredes del vaso en el que bebo agua.
Me rindo, me dirijo al baño a echarme agua fría que calme el sudor penetrante y gélido de esta pesadilla. Levanto la cabeza y ahí sigue de nuevo: observándome, devolviéndo una mirada petrificada de un terror ancestral.
Soy Carlos Samsa, soy una cucaracha de cincuenta y ocho años, sigo siendo un profesor de Filosofía aunque nadie se percate. Toca escapar, esconderse en los cajones y aprovechar los casilleros de la sala de profesores, confundirme con los papeles de exámenes, con libros amarillentos amontonados en pilas para ser reciclados por el servicio de limpieza de la tarde.
Ahora lo entiendo todo: la indiferencia, el ostracismo, el rechazo. Ya mi lenguaje no comunica nada aunque hable, grite, reclame atención o socorro.
Mis compañeros no leerán los artículos que escriba esta cucaracha, mis jefes andarán correteándome para que deje de molestar, los chavales reclamarán más salubridad en las aulas.
Ahora sé que ya no cuento para nadie, que formo parte de una plaga que huirá de la empresa de desinsectación.
Soy Carlos Samsa, no me queda más remedio que volver a la caverna que Platón construyó para seres extraños sobreviviendo entre sombras. He pensado en no moverme más, respirar lo mínimo, alimentarme de la basura de las cloacas.
Soy Carlos Samsa, el que ya no es nada, el que se cuelga en el techo del salón de actos con la esperanza de no ser descubierto
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