Opinión

Un mal encuentro

Hace constar el cronista ceutí Anwar alTalá en su Ashkhas Wa'amakin Barizat fi Sabta,  que eran tan múltiples y singulares las hablillas  que corrían por las calles de la ciudad que tratar de recogerlas todas en su mencionado Códice era tarea tan grata como imposible. Entre tantas otras, hubo una historia que concitó   especialmente su atención. Y fue que en la finca llamada alErabiat Alsaghira tenían la costumbre de celebrar las fiestas de Año Nuevo y  del Achor invitando a los más pobres del lugar, así fueran más de veinte, tratándolos por todo lo alto. Curioso por  este uso, alTaláa indagó sobre  el origen y las pesquisas le llevaron hasta un anciano que tenía su humilde morada en lo que muchísimo más tarde sería conocido como el Barrio del Morro. En su silla de enea, el viejo dijo que desde pequeño trabajó en la finca alErabiat Alsaghira al igual que otros tantos y que allí supo la siguiente historia.

En tiempos del  sultán Abu ul-Rabi llegó a  Ceuta, de por allá  la Arabia, un hombre con dinero abundante, el cual compró fincas, tanto a lo largo de la costa como en el interior y año tras año se hizo más rico y su finca más grande y próspera. Era el fulano de pocos amigos, corpulento,  cejijunto  todo el día y roncador de noche, que parecía esconder más de una fiera en la  garganta. Y ya por la  noche o po el día, hacía callar  a todo el mundo y exprimía a sus trabajadores sin piedad, castigándolos  con trabajos forzados por el más leve desliz, habiendo jorobado a más de uno al ordenar a los sirvientes que lo baquetearan. Y si despedía a cualquier empleado, buscaba la forma de que no le dieran empleo en ninguna parte.

Todo era menos importante que el lucro y la gente padecía  cuando mandaba quemar el cobre con cuarzo que hacía traer desde Oumirane con el fin de  fabricar las más relucientes vasijas. Los trabajadores y las familias de estos que se exponían al deletéreo vahído del metal al rojo  enfermaban. Las  fogatas del metal envenenaban agua, tierra y  cielo. Decían también que por las  noches de tormenta ataba linternas  en los cuernos del ganado y los hacía andar desde la playa a tierra a dentro para confundir a los capitanes de los barcos y hacerlos embarrancar y poder desvalijar lo que de valor hubiera en bodegas y camarotes.

Todos laboraban en silencio porque el dueño urdía la   treta de inventarse falsos delitos y luego inculpar a quien no le agradara. Una de sus triquiñuelas consistía era esconderse detrás de los árboles para espiar a sus jornaleros mientras labraban la tierra. Después, si a su juicio no habían trabajado de más, los castigaba. A las mujeres las dejaba fuera por la noche o las hacía dormir en los establos para que así madrugaran al ordeñar. No tenía esposa sino que acostumbraba a tener trato carnal con las esclavas, no habiendo ni una sola que hablara bien de él. Su mayor satisfacción era contar y sobar sus riquezas. Tenía un armario lleno de monedas, gemas y  pagarés que recogía de los pequeños labradores y propietarios vecinos a quienes hacía endeudarse con él.

Así iba transcurriendo la vida en la finca propiedad de  Abú Dar, que así se llamaba  este malvado, en tanto que en las covachas de las almazaras que hacían de dormitorios  los trabajadores mascullaban maldiciones y quejas, pero sólo entre los compañeros de más confianza, porque también había espías en derredor.

La ambición del amo aniquiló bosques e hizo que en poco tiempo hubiera arenales donde antes imperaba la umbría de los árboles. Los obreros enfermaban; el trabajo cada día era más duro y la alimentación más mala.

Un mediodía se dirigía el dueño a almorzar, cuando se encontró a un anciano de largas melenas sentado al borde de un arroyo, el cual le  pidió que lo ayudara  a vadear la corriente. Abú Dar se le rio en la cara y le mandó que se fuera. El anciano no se movió por lo que  Abú Dar lo amenazó con hacerlo vapulear por sus servidores, pese a su edad provecta. Entonces sucedió algo singular, porque el anciano se incorporó ágilmente y antes  de que Abú Dar pudiera evitarlo , saltó como una rana y se agarró a su espalda.  como con la  intención de cabalgarlo.

Siguió una sorda lucha en la que el dueño de la finca hizo de montura sin domar, siendo inútil cuanto intentó por deshacerse del viejo ,el cual  ,cuando su adversario intentó retorcerle un dedo del pie , apretó tanto  brazos y piernas que lo hizo  gritar de dolor. Así que , quieras que no, Abú Dar hubo de caminar con el anciano a cuesta y si pedía ayuda a quien fuera para quitárselo de encima , el otro contestaba  que no veía a nadie que pudiera molestarlo, echándose a reír luego de  la chifladura que le había entrado al amo.

Abú Dar era fuerte pero el tiránico viejo no lo dejaba de montar ni en la cama. Le dieron dolores de espalda, y de brazos y piernas, cosa que no le había sucedido nunca. Al principio Abú Dar atenuaba los  dolores  y la humillación con alguna  una acción cruel para demostrar que seguía siendo el mismo. Sin embargo, empezó a adelgazar y sentirse cada vez más cansado.

Una noche de duro invierno, después de haber tratado una vez más de deshacerse del agarre, Abú Dar cayó bajo un gran sopor y hallándose dormido profundamente se vio agobiado y envejecido bajo el peso del djun. Los ojos hundidos, el estómago flaco, brazos y piernas tan delgados como ramaje de arrastre, de manera que ya no era capaz de caminar un minuto sin cansarse.

Espantado por lo próximo que veía su fin, Abú Dar mandó buscar a un médico, luego a un cirujano y después a un curandero. Ninguno de ellos resolvió el caso y  pese a todo su poder incluso en sueños el gigantón  quedó reducido  a la cama.

En en transcurso de una de esos sueños lentos, repetitivos y solemnes el viejo le murmuró al oído que sería inútil cuanto intentase porque iba a morir.

-¡Suéltame! ¡Te daré todo lo que me pidas, lo que quieras! Búscate a otro, ya no soy más que un montón de huesos …

El djin sentenció:

-Demasiado tarde. Hubo muchos que te imploraron piedad como tú haces ahora y te reías  al hacerlos  sufrir  -y durante el sueño el djin apretó brazos y pies hasta  hacerlo gritar de dolor y fallecer. Al soñar que lo mataban, Abú Dsar no despertó sino que el sueño prosiguió de una forma espantosa porque escuchó al imán dar los rezos correspondientes sobre el cadáver pidiendo paz y reposo para su alma. Los que estuvieron a su servicio exhalaron un suspiro de alivio. Durante la pesadilla, el ricachón lo veía y lo escuchaba todo y no hubo ni uno solo que derramara una lágrima. Día y medio estuvo presentado en el salón principal de la finca. Jornaleros, empleados y domésticos  asistieron para presentarle sus respetos y sotto voce lanzarle maldiciones y hacerle muecas.  Amaneció y un gran sol iluminó el día, pero Abú Dar vio desaparecer la luz cuando lo cubrieron con el sudario y preso de mortal terror, sintió el arrullo y suave movimiento del carro fúnebre. Quiso gritar como antes, rasgar el sudario, pero fue imposible y nada pudo hacer. Sintió sobre su cuerpo las paladas de tierra que le echaban encima de forma apresurada, como si se fuera a escapar y no quisieran dejarlo. La voz del imán y el murmullo de los espectadores fueron haciéndose cada vez más débiles, más lejanos. Nunca   sintió más miedo y terror. Cuando el sepulturero acabó de llenar la tumba, Abú Dar  gritó  y gritó de terror y al fin despertó.

-Eres un canalla y nunca serviste para nada. ¡Todos serán felices si se libran de ti! -le espetó el genio encaramado a su espalda.

-Eres peor que yo fui. Pero desde hoy no tendrás a mano las sabrosas viandas que yo te regalaba esperando tu piedad, ni sábanas perfumadas ni más músicas ni pastel   ni techo donde cobijarte. Vagarás conmigo como las alimañas del  bosque.

Abú Dar no volvió a hablar al djin. Nunca más le suplicaría. Anduvo por los lugares más solitarios durmiendo al relente si no encontraba una cueva o algún refugio donde pasar la noche, alimentándose de lo que encontraba. Al desaparecido propietario lo buscaron por todas partes y cada día que transcurría sin encontrarlo era una fiesta. Hasta la finca alErabiat Alsaghira llegaron parientes lejanos que Abú Dar ni siquiera conocía y se hicieron dueños. No fueron excelentes en el trato con los  empleados pero en comparación con él los consideraron auténticos benefactores. Nadie tenía el menor motivo ni ganas de acordarse de él. Sólo los trabajadores que en ocasiones lo veían pasar comenzaron a murmurar si sería el amo, aunque su aspecto esquelético, abandonado y andrajoso lo convirtiera en el mayor de los indigentes, nada parecido al  pavoneo del  altivo y distinguido  Abú Dar  que los gobernó con vara de hierro.  Era   un mendigo , concluyeron los más, un pedigüeño, pero los menos consideraron que era el auténtico amo preso de singular desvarío. Sin embargo, unos y otros no lo molestaban. Al fin y al cabo, al harapiento le daba por sembrar plantones de  árboles y de  hierbas medicinales, desbaratar las trampas que los furtivos colocaban y cuidar  del agua y de los musgos.

No hubo más reprimidos y, como por encanto, la gente empezó a trabajar más sus tierras, a producir comida y riqueza. Desde entonces, alErabiat Alsaghira  se convirtió en una maravilla con múltiples tesoros. Entre ellos, el agua, la flora, la fauna, la costa y el mar. Incluso los desheredados de la vida que tanto maltrató Abú Dar eran invitados a la fiesta del Año Nuevo y del  Achor. Y resultaba probable que Abú Dar lo fuera alguna vez, beneficiándose de lo que él nunca hizo por los demás.

Y tal  fue la historia que el viejo sentado en el que muchísimo más tarde sería el Barrio del Morro contó a alTalá y que este anotó en su Códice para que todos la supieran.

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