Opinión

ШАХ И МАТ (Jaque Mate)

Corrían los tiempos de la llamada “Guerra Fría” entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, una época llena de golpes de estado, tanto en naciones del cono sur como en el bloque del este, de espías y agentes dobles, de carrera armamentística, de acumulación de tensiones y de intensos conflictos causados por países interpuestos. En Vietnam y en muchas zonas de África se disparaban cañones desde el Kremlin o la Casa Blanca. Era el perfecto caldo de cultivo para escritores como John le Carré o Frederick Forsyth que balanceaban sus capítulos entre el Circus londinense y las guerras centroafricanas. Todo valía para combatir al enemigo, hasta planear un ataque nuclear masivo recíproco que arrasaría con todo ser viviente en el planeta y cuyo escenario ya planteó Stanley Kubrick en 1964. Con brutales tintes de humor negro, la película Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, en la que Peter Sellers interpretaba magistralmente varios papeles, se reflejaba la tensión de la época en la que los bombarderos cargados de bombas atómicas surcaban los cielos del mundo las 24 horas del día.
Sin embargo, la verdadera deflagración nuclear iba a producirse en el lugar más insospechado.
El 11 de julio de 1972, Reikiavik, capital de la alejada y fría Islandia, se transformó en la Zona Ø de la tensión internacional. En una batalla supuestamente incruenta que recrearía los peores escenarios previstos por la CIA y la KGB, dos estrategas enviados por Richard Nixon (entonces, presidente de los EE.UU.) y Henry Kissinger (secretario de Estado de USA) por una parte, y el premier Leonid Brézhnev (secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética y presidente del mismo país) y Andréi Gromyko (ministro de Asuntos Exteriores de la URSS) por otra, iban a enfrentar sus millones de neuronas en un plano tablero de 64 casillas blancas y negras, en el que las respectivas inteligencias iban a tener que desplazar 32 piezas del mismo color hasta la victoria de uno de los dos.
La partida de ajedrez entre el norteamericano Bobby Fischer y el ruso Boris Spassky iba a tener en vilo a la opinión pública mundial aquel verano de 1972, eclipsando el napalm rociado sobre las selvas asiáticas. En aquel match se estaba jugando mucho más que un campeonato del mundo, y todas lo sabían.
Bobby Fischer, al que se apodó el Mozart del ajedrez, iba a mover ficha para quitarle a la todopoderosa URSS, donde el ajedrez era el deporte nacional y se becaba a las jugadoras facilitándoles todo tipo de ayudas, el cetro mundial que lucía desde 1948 de forma ininterrumpida
El de Chicago inició el juego con una serie de extravagancias propias del personaje, tanto que incomprensiblemente perdió las dos primeras partidas a pesar de haber exigido un cambio de iluminación y mil cosas más. En la primera llegó siete minutos más tarde de lo pactado, cosa que su adversario soviético aprovechó, y en la segunda simplemente no se presentó, alegando que las cámaras de televisión le impedían concentrarse. La contienda iba ya 2-0 a favor de Spassky. Para la tercera partida, Fischer exigió cambiar de sala… y el ruso accedió. Y ahí empezó a perder. El de Illinois inició una serie de peticiones que parecían absurdas, pero que fueron aceptadas sin excepción por el de Leningrado bajo el argumento de que aquello “carecía de importancia”. Estados Unidos le había ganado la partida psicológica a la Unión Soviética.
El norteamericano afirmaba que el ajedrez era como la vida, que tanto en el ajedrez como en la vida nunca se debe subestimar el adversario. Nunca. Spassky lo hizo y lo pagó.
Con un dominio espacial y especial del tablero y una increíble visión anticipatoria de las posibles jugadas y de sus variantes, el norteamericano fue doblegando al ruso en un juego en el que jugaba constantemente al ataque y en el que consideraba el empate como derrota y, por lo tanto, inaceptable.
La última partida se inició el 31 de agosto y se aplazó tras cuarenta jugadas. Agotado, Spassky se rindió por teléfono, rechazando jugar y verse humillado en público. Fischer era oficialmente campeón del mundo de ajedrez. Occidente había vencido a los rojos.
El ruso cayó en semidesgracia en favor de un Anatoli Karpov, que despuntaba como la nueva estrella del ajedrez mundial.
Se ha hablado mucho de esa partida, de la presión mental a la que fue sometido el soviético por parte del norteamericano, pero en realidad lo que le hizo ganar fue lo que siempre permite vencer en una guerra: anticipación, táctica, visión de conjunto y un fino conocimiento de cómo desviar la atención para lograr el fin planificado. Y en esas estamos.
La situación actual se parece mucho a una guerra fría, aunque los misiles ICBM se hayan transformado en bits, los bombarderos en acciones de las principales bolsas y las alambradas en secretos comerciales que procuran de nuevo dominar el tablero internacional.
Tras la simbólica caída del Muro de Berlín, la demoledora intervención del Fondo Monetario Internacional aplicó urbi et orbi la Doctrina del Shock del neoconservador Friedman y de sus chicas de la Escuela Económica de Chicago. En Europa, Margaret Tatcher fue la precursora y valedora de las tesis privatizadoras. Después, la presión del citado FMI, la crisis y el ejemplarizante castigo a Grecia hicieron el resto. De esos polvos, esta mierda.
El caso es que, tras los respectivos tsunamis económicos en los que las ricas se han hecho inmensamente más ricas, se han consolidado cuatro grandes bloques económicos: Estados Unidos, Rusia, China y una Unión Europea que se presenta como la gran rival a eliminar por los otros tres. Y en ello están.
Cualquier desestabilización es aplaudida por los demás bloques, cuando no la alientan directamente, a sabiendas de que la unión hace la fuerza y el aislamiento debilita. De primer año de “carrera de sentido común”.
El Brexit aplaudido por Washington y por una Administración Trump que a poco que les dejen acabarán privatizando el despacho oval para que McDonald's instale una franquicia de hamburguesas high class. Y si no, al tiempo.
El caso es que este cariño trumpiano al descalabro británico es buena muestra de lo expuesto, aunque quizás ahora estemos subiendo varios niveles más en esta particular escalada de la tensión. ¿Estamos en disposición de descartar totalmente el hecho de que otras potencias se encargan de financiar, ayudar y articular movimientos tendentes a romper la unidad de la Unión Europea?
Los fondos que Marine Le Pen habría recibido desde allende los Urales son una simple muestra del apoyo que los ultranacionalistas pueden estar recibiendo de ese lado del hemisferio norte.
En Cataluña, la perfecta organización y sincronización militar de grupos erróneamente llamados radicales hacen pensar que la materia gris de todo este movimiento va mucho más allá que la iniciativa de tres aprendices de locos que ven en la independencia la solución a cualquier mal. Y poco importa si para ello deben asolar económica y culturalmente la tierra que tanto dicen defender.
Sin querer entrar en las reaccionarias reivindicaciones que cualquier ultranacionalista defiende a capa y lazo amarillo, lo que sí parece evidente es que la forma de elaborar los ataques está siendo de una sofisticación extrema y de una simultaneidad nunca vista, y todo ello envuelto en una violencia desmesurada y hasta ahora jamás conocida.
En un primer momento, fuentes de Interior echaron mano del ya muy manido grupos anarquistas para intentar calmarnos y dar una socorrida explicación de emergencia. Las anarquistas y sus bombas volvían a ser las culpables de todo, las cabezas de turco perfectas. Pero a los dos días, ya nadie se atrevía a hablar de las anarquistas. Demasiado gordo para creérselo, demasiado viejo para ser creído.
¿Pero entonces, quién?
En una ocasión, una doctora en Politología aseguró a este H2SO4 que siempre que se quería una explicación lógica a un acontecimiento debía hallarse la “X”, esa “X” que sacaba provecho de la situación.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero probablemente le merezca la pena despejar estas dudas:
-¿A quién le interesan los disturbios violentos y organizados al milímetro de Cataluña?
-¿Quién gana con la desestabilización de todo un país que acaba transformándose en un conflicto regional de baja intensidad?
-¿Quién puede sacar rédito de un cisma en una Unión Europea muy frágil políticamente?
-¿Quién está alimentando económica e intelectualmente los movimientos de ultraderecha?
-¿Quién estaría encantado con que la UE perdiese los miembros del exbloque soviético para enmarcarse en una nueva Confederación del Este?
Obviamente, las dirigentes independentistas catalanas se ven atrapadas en una huida hacia adelante, defendiendo una idea de independencia probablemente provocada, en sus inicios, por otros factores (que, quizás, podrían estar relacionados con la corrupción). Así, a estas alturas del lamentable relato, ni saben, ni pueden parar sin verse descuartizadas por quienes han sido cegadas por una idea de gobierno que cualquier niña es capaz de analizar como inviable e irracional.
Por el contrario y lejos de intentar retomar la senda de la normalidad, las dirigentes nacionalistas siguen jugando la carta de la irresponsabilidad sin entender que juntar irreflexivamente mecha y explosivo siempre acaba provocando un resultado catastrófico. Alentar a los CDR por una parte, culpar a las fuerzas del orden de todo mal por otra y terminar advirtiendo que se es pacifista es un buen ejemplo del sinsentido que estamos viviendo ahora. Es decir, un completo desastre revestido de ilegalidades, despropósitos, mentiras difundidas de forma compulsiva que se les ha escapado de las manos. Lo previsto.
Cierto es también que nadie ha sabido gestionar ni prever las consecuencias de tantas brutalidades dialécticas y materiales. Las actuales gobernantas heredaron una situación ya muy envenenada que las anteriores inquilinas de Moncloa no supieron o quisieron solucionar, seguramente por temor a una fuga de votos neoconservadores hacia el extremo estribor del arco político. Sea como fuere, las que mandan ahora son las que tienen la complicada tarea de resolverlo, aunque tengan que lidiar con la poca (¿nula?) disponibilidad de los demás en ayudar a solucionar un tema de Estado. En todo caso, es su responsabilidad y de ellas se esperan respuestas y soluciones. Para preguntas y dudas ya estamos servidas.
Los idus de marzo anuncian que, en tantas aguas revueltas en las que tocar la fibra sensible es tremendamente fácil, se prevé una fuerte subida de la extrema derecha como respuesta al fantasma del antipatriotismo. Y mientras, el país entrando en un callejón sin salida con alto riesgo de contagio de acción/reacción a zonas colindantes. No aprendemos.
¿Y si, mientras tanto, un zar de todas las rusias estuviese logrando para su imperio lo que Spassky no logró en su momento: un jaque mate definitivo a esta parte de Occidente? Y nosotras una vez más a lo nuestro, como las vacas que ven pasar el tren. “La Vida, mamá… la Vida” como diría mi socióloga de cabecera.
Como también afirmó Bobby Fischer, además de visualizar la posición de todas las fichas, en el ajedrez no se trata de acumular decenas de jugadas… con tener una más que el adversario es suficiente. Más claro, lo que se nos viene encima.
De nuevo, nada más que añadir, Señoría.

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