Opinión

El comunismo de Yolanda Díaz

La ministra comunista Yolanda Díaz, a la que como ella misma ha reconocido públicamente le encanta la moda, gastar en ella y vestir “fashión”, y sobre todo los zapatos de los que tiene muchísimos, en un alarde de cinismo y no sin cierta desvergüenza, ha declarado recientemente que los regímenes comunistas son democráticos y libres y se ha quedado tan ancha ella. Para completar tamaño despropósito sólo le ha faltado añadir que también son generadores de prosperidad y riqueza.

Quiero pensar, siendo benevolente, que tales declaraciones obedezcan a un “calentón” ideológico de la señora ministra porque si no sólo cabe pensar en su analfabetismo funcional supino; lo cual es poco probable dada su formación académica.

Tal vez el comunismo desde su concepción doctrinal pueda parecer que así es, pero la praxis de dicha ideología ha demostrado a lo largo de la historia y en todos los países donde ha arraigado todo lo contrario. El comunismo tiende inexorablemente al capitalismo de estado y al totalitarismo.

Sin entrar en datos estadísticos sobre la miseria, degeneración moral y económica y alienación política tanto individual como colectiva por falta de libertad a la que el comunismo ha llevado a los países donde se ha asentado, y sobre los millones de muertos que su desprecio por la dignidad de la persona y por la vida humana la represión comunista ha originado desde la Camboya Pol Pot, hasta la Cuba de los hermanos Castro, pasando por la China de Mao; la URSS de STALIN; la Alemania mal llamada democrática de Erich Honecker; y más recientemente la desgraciada Venezuela de Chaves y Maduro, a la ministra comunista Yolanda Díaz le voy a responder relatándole mis vivencias en 1992 en la “prospera y feliz” Cuba comunista donde imperaba e impera el régimen que ella, al igual que sus corifeos, tan fervientemente alaban y defienden y donde por cierto el pasado mes de enero el gobierno llevó a cabo una brutal represión ahogando en sangre las protestas y manifestaciones del pueblo cubano en demanda de libertad.

Arribe a Cuba, aeropuerto José Martí de La Habana, en noviembre de 1992 cuando la isla se había convertido ya en santuario y refugio para terroristas de diversos grupos incluidos los de ETA merced al acuerdo que en 1983 firmaron Fidel Castro y Felipe González. En 1992 el gobierno cubano había autorizado al miembro de Herri Batasuna Jokin Gorostidi a instalar una especie de cuartel general de ETA en La Habana (Carlos Woztkov).

Permanecí allí el tiempo suficiente para darme inmediata cuenta de la situación de miseria y de opresión en la que el ominoso régimen comunista de los hermanos Castro había sumido al pueblo. No obstante me sorprendió que pese a ello y a su endémica resignación a tal estado de cosas, los cubanos dentro de su humildad conservaran una cierta alegría de vivir y sobre todo una gran resiliencia.

Tal vez el comunismo desde su concepción doctrinal pueda parecer que así es, pero la praxis de dicha ideología ha demostrado a lo largo de la historia y en todos los países donde ha arraigado todo lo contrario. El comunismo tiende inexorablemente al capitalismo de estado y al totalitarismo.

La Habana, además de mostrar su decadencia urbanística con la mayoría de sus edificios desvencijados cuando no en ruina por falta de mantenimiento al igual que su obsoleto parque móvil (aunque éste no dejaba de ser interesante por los viejos vehículos americanos que lo constituían) y su carencia total de infraestructuras en materia de transporte público (las destartaladas guaguas competían con viejas carretas tiradas por bestias), era un inmenso lupanar donde la prostitución como un cáncer en su última fase de metástasis había penetrado hasta la médula en la sociedad habanera y la cual tenía su culmen, además de en El Malecón, en lugares tales como la discoteca del Hotel Comodoro o Rio Club.

Hombres (los llamados “pingueros”) y mujeres (las llamadas “Jineteras”) se prostituían abiertamente con el único fin de poder comer, no por ganar dinero puesto que en esa época se penaba fuertemente al cubano que se descubriera en posesión de dólares, ni por adquirir bienes de consumo ya que tenían prohibido entrar en las Diplotiendas y Tiendas Intur que eran solo para extranjeros.

En las tiendas para cubanos (Bisne o Bodega) no había absolutamente de nada; ni tan siquiera leche para lactantes. Muchas madres le daban a sus bebes biberones de tropicola (brebaje parecido a la Coca Cola pero de elaboración local) que los extranjeros les compraban para ellas pero que guardaban para dárselo después a sus hijos. La situación era tan extrema en tal sentido que niños y niñas menores de edad se prostituían por un sándwich de queso de barra y una tropicola.

Mientras que el pueblo cubano era oprimido esclavizado y condenado a muerte para sobrevivir, careciendo no solo de alimentos básicos sino de de los productos más necesarios para su higiene personal, como por ejemplo ropa intima para hombres, mujeres y niños, jabón, pasta de dientes, etc., e incluso de medicamentos tan elementales como una simple aspirina, los extranjeros y las elites y cuadros del Partido Comunista Cubano disfrutaban de todos los lugares y placeres que paradójicamente dicho régimen ponía a su disposición: restaurantes, cabaret y discotecas tales como La Maisón, El Ranchón, Tocororo, Floridita, la emblemática Bodeguita de Enmedio, Tropicana, Cabaret del Hotel Riviera, Hotel Nacional, etc.

En todos estos lugares los cubanos tenían prohibida su entrada salvo que fueran acompañados de un extranjero. Excepcionalmente el Partido concedía a los cubanos permiso para poder acceder un día a la Bodeguita de Enmedio y cuya tramitación llevaba meses por la burocracia reinante. Recuerdo también las interminables colas que se formaban frente a la heladería Coppelia en la calle L para poder adquirir un helado; inconveniente del que estábamos exentos los extranjeros.

Un ejemplo de la situación de miseria lo refleja el siguiente hecho de imborrable recuerdo: una noche que cenaba creo que en el Restaurante Tocororo deje una buena porción de pollo en el plato y al finalizar la cena encendí un cigarro. Inmediatamente se me acercó el camarero y con absoluta educación y de forma sutil me pidió que por favor no descargara la ceniza en el plato. No me hizo falta nada más para comprender que casi con toda seguridad se llevaría dichos restos para su casa o los comería en el office del restaurante.

Pese a la aparente libertad con la que me movía por la Habana, y otras poblaciones cercanas como Matanzas, Guanabo, Varadero, etc, con un vehículo Nissan Bluebird alquilado, tenía la sensación de que todos, extranjeros y cubanos, estábamos siempre vigilados: en la calle por la Policía Nacional Revolucionaria de uniforme y en los hoteles y demás sitios de esparcimiento por los policías de paisanos fácilmente reconocibles por sus impecables guayaberas. Se palpaba en el ambiente la opresión y la falta de libertad, fundamentalmente para el pueblo cubano.

También pronto aprendí a soslayar el sistema que el gobierno había montado para despojarte subrepticiamente de los dólares y que consistía en devolverte en monedas intur (equivalente al dólar para turistas y personal consular) la vuelta del pago que tú hacías en dólares. Estas monedas no tenían ningún valor fuera de la isla y en consecuencia te obligaban a gastarlas allí aunque no necesitases hacerlo. Por eso cuando me ocurrió la primera vez, todos los pagos siguientes los hacía en billetes pequeños; a lo sumo de 10 dólares.

Gracias a Arnaldo (nombre ficticio por razones de seguridad) un militar excombatiente con el contingente que Fidel Castro envío a Angola con motivo de su guerra civil, la cual había terminado un año antes, y con el que entable cierta amistad, conocí los barrios más pobres de La Habana y no solo Habana Vieja, Habana Centro y El Vedado, que junto con Marina Hemingway y Varadero, era lo que se vendía para solaz de los extranjeros.

Eran barrios muy humildes donde las casas estaban construidas de mampostería, chapas, maderas, cartones y otros materiales similares combinados todos ellos sin orden ni concierto. Autenticas infraviviendas que recordaban mucho a las favelas brasileñas y que carecían de las más elementales condiciones de higiene y habitabilidad. En ellas malvivían personas cuyo único futuro y objetivo era poder comer ese día (hacer el “negocito” o “resolvel” como decían ellos) y sin ninguna esperanza en un mañana. Ese era el panorama tras 33 años de paraíso comunista.

Recuerdo que como muestra de agradecimiento a Arnaldo por su amabilidad y paciencia, un día entré en una Tienda Intur y compré un lote de productos básicos de aseo y otros artículos de primera necesidad para su esposa y unos “patucos” para su hijo pequeño. Gasté unos 30 dólares (unas 3000 pesetas al cambio de entonces) y al entregarle este pequeño obsequio rompió a llorar como un niño. Tal reacción por parte de una persona que se presumía endurecida por lo vivido en Angola, donde seguramente habría tenido que disparar o incluso herir o matar a otra por instinto de supervivencia, me conmovió profundamente.

La vida en el mundo rural no era mucho mejor que en las ciudades. La caída de la Unión Soviética en 1991 puso fin a la compra subsidiada de la práctica totalidad de la de zafra cubana. Sistema que consistía en pagar lo adquirido por encima de su precio real, lo que en realidad era una forma de encubrir la ayuda que la URSS prestaba para estimular artificialmente la producción. La exportación a la URSS de la caña de azúcar junto con el turismo y el tabaco constituían las principales fuentes de ingresos del país. Todo ello sumió al campo cubano en una profunda crisis que llevó a Fidel Castro a cerrar en el año 2002 el 60 % de las azucareras.

Había comenzado lo que el gobierno cubano llamó “El Período Especial” y que no era sino la evidencia de la total dependencia de la economía cubana de la URSS y del fracaso de la planificación económica del régimen castrista.

La experiencia vivida en Cuba me llevó a oponerme desde entonces con todas mis fuerzas al comunismo -un sistema falto total de principios y con absoluto desprecio por la vida humana- aunque me fuese mi vida en ello, pues era preferible perderla a vivir alguna vez bajo tan criminal régimen o que mis hijos y nietos pudieran sufrirlo

Peter Ferdinan Drucker (abogado, profesor y tratadista austriaco) decía “que el comunismo no es una ideología, es la culminación del odio y la envidia, es la excusa del fracasado, el envidioso y el tirano. Son oportunistas que disfrutan de una vida fácil, a expensas del hambre y la miseria, y el sufrimiento del pueblo”. Cuba era fiel reflejo de tan cabal definición.

La experiencia vivida en Cuba me llevó a oponerme desde entonces con todas mis fuerzas al comunismo -un sistema falto total de principios y con absoluto desprecio por la vida humana- aunque me fuese mi vida en ello, pues era preferible perderla a vivir alguna vez bajo tan criminal régimen o que mis hijos y nietos pudieran sufrirlo.

La noche que embarcaba en el avión ruso que me traería a Madrid, desde la escalerilla de acceso del pasaje lance mi última mirada en dirección a la Habana y con lágrimas en los ojos prometí que jamás volvería a Cuba mientras la gobernase un régimen comunista. Hasta hoy lo he cumplido.

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