Los ateos celebramos la muerte de Dios. Celebramos el hombre libre de mitos y supersticiones, el hombre sin cadenas, el hombre sin cruces, el hombre sin pecados, el hombre que ama la tierra que lo alimenta, el hombre que lucha por el hombre, el hombre que ha encontrado su paraíso en el mundo que habita, el hombre renovado, sin miedo a la muerte ni a la nada.
El 24 de diciembre nace un niño de una mujer que no es virgen y nace en todo el mundo: En Etiopía, en Eritrea, en los hospitales de campaña, entre la guerra y la miseria de los que rezan esperando al redentor cuando no saben que el redentor es el hombre mismo. Todos somos redentores.
Fue Nietzsche quien planteó la “Muerte de Dios” para que naciera un nuevo hombre apegado a la vida sin tapujos ni condiciones.
Esta visión tan caleidoscópica es otra mirada distinta sobre las fiestas que celebramos.
Miremos las sillas vacías que ocuparon los que se fueron y pensemos que el legado que nos dejaron forma parte indisoluble de nosotros.
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