Detrás de los muros del Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes (CETI) se atisban algunos usuarios que se afanan en sus tareas de limpieza. Comparten alojamiento personas de distintas nacionalidades con un mismo objetivo: obtener los permisos para ir a la Península o al norte de Europa. Thiermo Bah (un nombre modificado para evitar su identificación) cree que le falta poco para conseguirlo. Muestra la tarjeta que acredita su estancia en el CETI a los guardias de seguridad para salir del recinto y pregunta a su amigo Mohamed —que ha discutido con “una secretaria” del centro y se ha dejado caer en un banco de los alrededores— su estado. Los dos, naturales de Guinea Conakri, se conocieron en Marruecos y saltaron la valla hacia Ceuta juntos.
“Tenía miedo, me hice heridas por todas partes”, reconoce Bah. El joven lo consiguió al segundo intento: el primero fue el 27 de febrero y lo atrapó la gendarmería marroquí. Menos de una semana más tarde, logró adelantarse a los agentes. Después de un viaje de cuatro años de país en país que inició a solas, estaba decidido a entrar a pesar de las cicratices que le dejara. Porque Thiermo Bah quiere jugar al fútbol en el Real Madrid.
Cerca de las 14 horas, una furgoneta frena ante la entrada del CETI. Del vehículo bajan seis personas que se cubren con una manta de Cruz Roja y unos sueños similares. Hassan Kanneh también quiere vestir la equipación merengue y sus ojos denotan entusiasmo; se describe como “totalmente contento” por haber llegado al centro. Kanneh y sus acompañantes alcanzaron la costa ceutí a nado, por el Tarajal, el lunes 17 de mayo.
El joven dejó a su madre y a su hermano pequeño atrás, en Liberia, en 2016 —con apenas 14 años—, para buscarse “un futuro”. Se marchó a Guinea y luego a Mali. Más tarde viajó a Argelia hasta que pasó la frontera hacia Marruecos. Durante ese trayecto, su madre murió.
Antes de entrar a Ceuta, Hassan había pasado cuatro meses durmiendo en la calle o escondido en el campo. Ha perdido la cuenta de las veces que ha intentado saltar la valla o pasar por el mar; los agentes marroquíes siempre daban con él. Y asegura que no tenían la menor consideración con ellos: “Nos llevaban detenidos y nos daban de comer ni mantas ni nada”. Vivir allí es “muy difícil”, suspira, y él ya estaba “cansado y enfadado” por la situación.
Cada día, explica variando del inglés al francés, acostumbraba a acercarse a la frontera para tantear sus posibilidades de cruzar; de este modo se enteró de que los marroquíes estaban dejando pasar a todo el mundo la semana pasada. En el grupo en el que lo trasladaron desde las naves del Tarajal hasta el CETI hay personas de Mali, Camerún, Guinea y Senegal, dos de ellas, mujeres.
Tanto Kanneh como Bah se muestran orgullosos de su talento para jugar al fútbol, aunque reponen que si no logran dedicarse a este deporte de forma profesional, trabajarán en lo que puedan.
Thiermes Bah estuvo reparando techos en Senegal durante más de un año y medio hasta que pudo reunir el dinero suficiente para coger los autocares que lo transportarían hasta Bamako (Mali) y luego a distintas ciudades de Argelia.
Ya bien conocido por los empleados del CETI, se muestra algo resignado porque en Ceuta no encuentra trabajo. Es breve cuando da su opinión sobre la entrada masiva de inmigrantes: “Yo me preocupo de lo mío”. Navile Tetuani, en cambio, alega que sus compatriotas marroquíes están “mentalmente quebrados”. “En Marruecos se sienten muy mal por la situación que hay”, añade mientras apunta hacia su corazón.
Tetuani (con un nombre ficticio para garantizar su seguridad) se muestra resuelto. A sus 26 años habla de “sacar varios diplomas” y “hacer voluntariado en Cruz Roja” hasta que consiga arreglar sus papeles para marcharse a la Península. En su pueblo se tituló en unos cursos de informática y mecánica, y se matriculó en una facultad de Sociología.
Navile Tetuani huye de “los problemas muy graves” en Marruecos. Llama así a “la pobreza” y a algunos conflictos con “un camello que vendía drogas” por los que ha pedido asilo. Se escapó de su país el 4 de abril. Nadó durante cuatro o cinco kilómetros hasta la playa del Tarajal. No sintió miedo, revela: “Solo veía enfrente el futuro, mejorar mi vida”.
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